Teatro

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José María Pou: «Me gusta pensar que hay montones de pequeños Sócrates»

Continúa la gira del «Sócrates» que Mario Gas estrenó en Mérida con el intérprete a la cabeza del reparto.

José María Pou: «Me gusta pensar que hay montones de pequeños Sócrates»
José María Pou: «Me gusta pensar que hay montones de pequeños Sócrates»larazon

Continúa la gira del «Sócrates» que Mario Gas estrenó en Mérida con el intérprete a la cabeza del reparto.

Meterse en la piel del padre de la filosofía le ha valido a José María Pou para darse cuenta de que ya es libre. Una vez superados los setenta –por primera vez coincide en edad con su personaje– se tiene el bagaje suficiente para «usar la insolencia de los viejos y decir lo que quiera». De hecho, avisa: «Te vas a volver loco para editar la entrevista». Y no se equivoca ni un pelo. Esos que no tiene en la lengua para hablar sin parar y convertir unos minutos de cafetería en una mañana de charla. Como centro de atención, un «Sócrates» con el que, después de su periplo post Mérida iniciado en verano, llega a las Naves del Español. El final envenenado del de Atenas deja atrás las grandes tragedias griegas para, reescrito por Mario Gas, convertirse en un texto actual del que Pou saca uno de sus lemas: «No hago otra cosa que buscar la verdad». Se explica:

«Eso puede llevarte a cosas muy difíciles, aunque en el fondo el método de Sócrates era muy sencillo, no era más que hablar y hacer preguntas. Iba destilando las cosas a través de hurgar y arañar. Sólo a base de no contentarse con las primeras respuestas logra sus objetivos. En los tres últimos minutos de la función lo resume todo en una conversación en la cárcel en la que dice: «Si queremos encontrar la verdad hemos de forzar el intelecto y tratar de llegar a ella a través de la razón».

–Esas preguntas de niño pequeño no dejan de ser un instinto muy básico, ¿no?

–Exacto. Se comportaba como tal. Obligaba a responder. Los padres eluden las respuestas, pero con Sócrates no era posible.

–«Juicio y muerte de un ciudadano», dice el subtítulo.

–Ahí se da la clave.

–Porque se obvia al filósofo...

–Se da por supuesto que se sabe quién es, salvo por alguno que todavía me pregunta si hago de un futbolista brasileño... El espectáculo no se refiere ni a su método ni a su escuela, sino que nace como interés por su figura como ciudadano de una democracia. De un ser como nosotros, que pagaba los impuestos, que vivía en colectividad y que ve cosas de un poder que contribuía a crear.

–Pero no deja de ser un tipo importante del momento.

–Y a pesar de ello dice las cosas que no le gustan como ciudadano, no como intelectual. Quiere ser uno más. Iba por la calle y a su alrededor se arremolinaba la gente y la invitaba a pensar.

–Y termina siendo devorado por su propio monstruo.

–Es la primera víctima de la democracia. Condenado a muerte por ella, pero a través de un juicio amañado y unas denuncias falsas.

–¿Cómo afronta ese final?

–Con la mayor de las consecuencias. Lo que más me impresiona de la vida de Sócrates es que, cuando tiene que enfrentarse a su propia muerte, recibe una sentencia en la que él mismo es el verdugo: «Coge un vaso y toma el veneno –cicuta– que te damos». En ese momento está lleno de dudas, a pesar de ser consciente, al igual que jueces y amigos, de que vive en un a democracia corrompida en la que con dinero e influencias se puede evitar la muerte sin problemas. De hecho, sus discípulos tenían recogido el dinero suficiente para comprar a los funcionarios. La gran sorpresa está ahí, cuando dice que no: «Si he colaborado a crear esta democracia, en la que desde el principio dije que aceptaría, si me condenan a muerte por sus leyes, en base a ellas debo morir. Le haría un flaco favor no respetándolas». Cuando digo «no creen que llevaríamos a la ruina a toda esta ciudad si no se cumplieran sus normas», noto un escalofrío en el público, que automáticamente está pensando en esta España.

–2.400 años después todo se repite. Siempre se habla de que la historia es cíclica, algo estaremos haciendo mal...

–Eso o que somos malos por naturaleza.

–Se ha avanzado mucho en otros campos, pero aquí...

–En el 400 a.C. los atenienses estaban convencidos de que la democracia era el mejor sistema para vivir en comunidad, al igual que ahora, que luchamos por ella, incluso con sus injusticias. Si sigue ocurriendo es porque el defecto está en el hombre.

–Sócrates no tendría que modificar su discurso hoy...

–Le dejas suelto y no dura ni cinco minutos; o le meten en un manicomio o le callan. El otro día me preguntaban que dónde está hoy una gran figura como la suya, pues quizás no existe alguien que se enfrente y denuncie así, porque, por desgracia, todo el mundo tiene algo que perder, pero me gusta pensar que hay montones de pequeños Sócrates. Cada uno en su parcela es una manera de denunciar las carencias.

–Y, a todo esto, sin ser una gran tragedia griega.

–Es teatro contemporáneo que cuenta una historia de la Grecia antigua. El montaje de Mario (Gas) tiene el recuerdo de esa época, además de ser muy cercano a un espectador que no puede escaparse de la interacción con nosotros, sin llegar a intervenir. Estamos continuamente mirándolo a los ojos. Sin darse cuenta son el público que asiste a esa asamblea ciudadana que juzga a Sócrates.

–En Mérida defendió que era el mejor personaje para usted en este momento.

–Me considero más que nunca un intérprete, pero como sinónimo de traductor. Nunca me he sentido como aquí. El texto está tan bien escrito que no intento meterme en la piel de Sócrates, sino transmitir el valor de su pensamiento. Como actor y ciudadano me siento privilegiado de poder tener a quinientas personas pendientes de decir unas palabras sobre las que el público reflexiona.

–Un profesor de Historia...

–No lo sé, pero curiosamente no es un gran héroe teatral. Es un ser humano pequeñito que dice cosas maravillosas... ¡uf! Tengo que decirme bastantes veces «¡que no eres José María!», porque firmo cada una de sus palabras.

–No es un héroe teatral, pero tiene un final muy plástico. ¿Por qué no se ha representado más?

–No le pasaron grandes aventuras como a Ulises o Edipo. Fue escultor y estuvo en un par de guerras, pero su fama de filósofo ha pesado tanto que se ha olvidado. Aun así, Adolfo Marsillach en el 71, cuatro años antes de la llegada de la democracia, ya sintió la necesidad de coger su figura para reflexionar sobre lo que venía.

–¿Un mundo no tan idílico?

–Dijo: «¡Cuidado! Que estamos luchando por algo que ya tuvo víctimas». El público de ahora no está acostumbrado a ese teatro reflexivo que habla directamente de lo que nos está pasando. Se piensa más en la forma.

–Para cerrar, ¿sabía Sócrates «que no sabía nada»?

–Él comenta: «Soy famoso por esa frase, pero nunca la pronuncié». Es un eslogan de publicidad que podría haber firmado Risto Mejide. El oráculo le había señalado como el más sabio de los hombres de su tiempo y ahí empezó a razonar el motivo: «Los políticos se creen que son sabios porque lo conocen todo; yo, en cambio, soy consciente de que no lo sé todo. No sé casi nada». Ese hecho de consciencia marcó la diferencia.