Portugal

Un coloso de la política

La Razón
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En los años posteriores a la revolución portuguesa de los claveles, especialmente en los meses en que nuestras relaciones se tensaron por el asalto y destrucción de nuestra Embajada en Lisboa, era frecuente oír de bastantes portugueses que España los iba a invadir. Resucitaban así un intermitente, y cada vez más apagado, resabio luso, el de que en nuestro país anida un artero interés por anexionar la nación vecina.

Los que residíamos en Lisboa –yo pasé allí más de tres largos estupendos años a pesar del trauma del asalto– contestábamos, jocosamente sorprendidos, que el problema de España con Portugal no era que quisiéramos zampárnoslo, era que lo ignorábamos. Pocos españoles podían, y pueden, en efecto, mencionar el nombre de un pintor portugués, de un cantante o de un político. Muy pocos señalarían hoy el del presidente de la República o el del primer ministro.

La excepción a este desconocimiento fue Mario Soares. Es probablemente el político luso más importante del último tercio del siglo XX y el que probablemente ha suscitado en su país menos animosidades y mas simpatías. En la clase política y en la población.

Soares, abogado por Lisboa, entró pronto en política, y por su oposición al régimen de Salazar, sería deportado a una isla del Atlántico. Luego se exiliaría voluntariamente en París. Volvió en 1974, a los pocos días del triunfo de la revolución e inmediatamente se convirtió en una figura clave de la transición portuguesa. Sus inicios democráticos, como líder del Partido Socialista, tampoco fueron un camino de rosas debido al sectarismo y redentorismo de los capitanes que habían hecho la revolución . El Partido Socialista fue el más votado en las primeras elecciones constituyentes, pero los jóvenes militares impusieron un corsé a los partidos democráticos: se creaba un Consejo de la Revolución, integrado por militares a los que nadie había elegido, con facultades para controlar la acción del gobierno. Tenía un tufillo totalitario pero, por posibilismo y gratitud hacia los que habían acabado con la dictadura hubo que aceptarlo.

El dirigente socialista, con enorme prestigio, sería ministro de Exteriores de un Gobierno presidido por un militar y pronto, en el verano del 75, comprobó que la situación era insostenible. Los exaltados militares, en brazos del Partido Comunista, iban a por él y los suyos. Soares, que tenía buenas relaciones con nuestro embajador Antonio Poch, nos dijo en una recepción que quería que uno de los ministros socialistas, Campinos, tuviera con el embajador una conversación en un lugar discreto. El sitio escogido fue mi domicilio. La gestión era de envergadura. Soares quería saber, ante la delicada situación de los suyos, cuál sería la actitud del Gobierno de Franco si la plana mayor del Partido Socialista portugués se veía obligada a cruzar la frontera buscando momentáneo refugio en nuestro país ante el acoso de la izquierda totalitaria portuguesa. Salí al día siguiente hacia España con una carta que me dictó el embajador. La respuesta de Franco, aún lúcido, fue positiva. El panorama era de teatro del absurdo: unos demócratas de izquierdas pensando refugiarse en la España franquista por las asechanzas de los extremistas de su país.

Años más tarde, ya siendo yo secretario de Estado, acudí a Portugal a un evento internacional. En la cola, al recibirnos Soares, dije al jefe de Protocolo que me anunciase como el delegado de la Cruz Roja en la ONU. Cuando me vio Soares echo a reír, comentando: «¿ Qué Cruz Roja?... Si es el amigo español». Me abrazó y, momentos más tarde, evocó sucintamente con reconocimiento nuestra respuesta a la gestión de Campinos, aunque era obvio que no quería explayarse sobre el tema. La actitud sectaria de los comunistas de Cunhal había marcado su paso por el poder pero Soares, en esa y en alguna otra ocasión delante de mí, no quería escarbar en el asunto.

Mostró la misma elegancia cuando se iniciaron las cumbres iberoamericanas. El primer ministro de la época, Cavaco Silva, que luego sería también presidente, veía en ellas un intento de Felipe González para aumentar nuestra influencia en Iberoamérica y Portugal. Soares, presidente en ese momento, menos suspicaz, las consideraba simplemente un instrumento para aumentar las relaciones entre los dos países ibéricos y las naciones de nuestra familia. La participación portuguesa estuvo a punto de peligrar. Con la aceptación clara de Brasil, Cavaco tuvo que rendirse a la evidencia, aunque se esforzó en relegar a su presidente a un papel secundario. En Guadalajara, Soares actuó de nuevo con dignidad muy consciente de los intereses de su país.

En uno de esos cónclaves, Mario Soares me soltó delante de un par de mandatarios: «¿Pero cuándo va a acabar usted aterrizando de embajador en Lisboa? De verdad, se le quiere». Era una muestra de amistad que agradezco a ese gran demócrata portugués y europeo que fue el culto Mario Soares.