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¿Qué hay detrás de la maldición de Tutankhamon?

Las muertes de buena parte del equipo que descubrió la tumba del faraón a los pocos meses del hallazgo ayudó a alimentar la leyenda negra sobre los «profanadores» del lugar

¿Qué hay detrás de la maldición de Tutankhamon?
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El arqueólogo y egiptólogo británico Howard Carter (1874-1939) jamás olvidó el descubrimiento de su vida: la tumba del faraón Tutankhamon, el 26 de noviembre de 1922, en lo más profundo de las entrañas del Valle de los Reyes, frente a Luxor, en el alto Nilo.

El suelo que pisó él aquel día con los miembros de su expedición había sido hollado en los últimos tres mil doscientos años. «Incluso el aire que respirábamos –evocaba luego el propio Carter– y que no había sido renovado desde hacía siglos, lo compartíamos todavía con los que habían conducido la momia a su lugar de reposo».

Mientras la polea que debía levantar la tapa del sarcófago estaba ya casi lista, Carter no pudo ni siquiera imaginar que la llamada maldición de Tutankhamon pudiera cebarse con algunos miembros de su expedición. En medio de un silencio estremecedor, se alzó la pesada losa partida en dos que pesaba más de 1.200 kilos. La luz iluminó el sarcófago y lo que contemplaron sus ojos quedó grabado ya para siempre en el disco duro de su cerebro: todo el interior estaba ocupado por la efigie del joven monarca; era la tapa de un maravilloso ataúd de forma humaba (antropoide) con una longitud de 2,10 metros. Las manos y la cabeza del rey eran de oro macizo. Cruzadas sobre el pecho, las manos sostenían los emblemas reales, el cayado y el flagelo, adornados con incrustaciones de pasta vítrea azul y roja. El rostro y las facciones habían sido exquisitamente modelados sobre panes de oro. Los ojos eran de aragonita y obsidiana, y las cejas y párpados, de lapislázuli. La mirada inmortal del poder y la riqueza, y quién sabe si del maleficio y la condenación también para quienes osaban profanar su tumba secreta.

Sea como fuere, cinco meses después de uno de los descubrimientos arqueológicos más sensacionales de los tiempos modernos, el mecenas de la expedición, Lord Carnarvon, falleció en el hotel Continental de El Cairo. Era la noche del 4 de abril de 1923. Mi amigo el doctor Roberto Pelta, un experto en venenos de todo tipo, corrobora hoy la verdadera causa de la misteriosa muerte: «Una erisipela provocada por la picadura de un mosquito, que desembocó en septicemia y neumonía».

Dejamos ya para la leyenda los rumores que circularon entonces sobre la coincidencia de la muerte de Lord Carnarvon con un apagón en El Cairo que dejó a oscuras toda la ciudad, mientras en Inglaterra su perro caía fulminado en su residencia de Hampshire tras aullar como nunca antes lo había hecho. Aseguran incluso que durante la autopsia de la momia del faraón se localizó una herida justo en el mismo lugar donde el mosquito había picado al hombre que financió la expedición.

Cadena de pérdidas

La cadena de muertes prosiguió en septiembre con la de su hermano Aubrey Herbert, que estuvo presente en el momento cumbre de la apertura de la cámara regia; a su regreso en Londres, falleció inesperadamente. Lo mismo le sucedió en 1928 a Arthur Mace, egiptólogo del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, el hombre que golpeó por última vez el muro para penetrar en la cámara real. Claro que, dos años antes, había fallecido también en extrañas circunstancias Georges Bénédite, conservador del Museo del Louvre, tras haber visitado la tumba.

Por si fuera poco, en 1934 falleció de un ictus Alb Lythgoe, otro de los que estaban presentes al abrirse el sepulcro del faraón. Por no hablar de Sir Douglas Reid, que después de radiografiar la momia enfermó y regresó a Suiza, donde murió al cabo de dos meses; o de la secretaria del propio Carter, fulminada por un infarto de corazón, y del padre de ésta, suicidado al enterarse de tan triste pérdida.

Este imparable reguero de fatalidades inexplicables alimentó la imaginación popular, unida a la publicación de artículos y libros sobre supuestas maldiciones faraónicas de las que sólo pareció librarse el propio Howard Carter, fallecido 17 años después del increíble descubrimiento. Las hipótesis para explicar las extrañas muertes se multiplicaron, desde la más sencilla, la maldición del faraón, hasta las más sofisticadas, según las cuales todas y cada una de las víctimas habían sido infectadas con esporas del moho «Aspergillus fumigatus», colocadas en vasijas, a modo de armas biológicas contra los profanadores de tumbas sagradas.

Pero, como advierte el doctor Roberto Pelta, «hoy sabemos que las esporas del ‘‘Aspergillus’’ pueden ser inhaladas de forma cotidiana sin causar enfermedad alguna en sujetos sanos». ¿Acaso Carter y sus hombres no lo estaban...?

Howard Carter: «Estúpidas ideas»

La novelista británica Marie Corelli contribuyó también a la leyenda de la maldición de Tutankhamon. Aseguraba ella, no en vano, que tenía en su poder nada menos que un primitivo texto árabe donde se advertía sobre las funestas consecuencias de la apertura de tumbas sagradas. El propio Arthur Conan Doyle, autor de los impagables relatos del detective Sherlock Holmes, se declaró convencido de la existencia de la maldición que acabó con las vidas de algunos integrantes de la expedición. Pero todo eso no impidió a su protagonista Howard Carter dejar escrito para la posteridad, tras mantener su pensamiento vinculado al faraón de tiempos remotos: «Y en nuestras mentes continuaba resonando su última llamada, inscrita en su ataúd: ‘‘¡Oh, Madre Noche, extiende sobre nosotros tus alas, como las Estrellas eternas!’’». Cuando alguien le hablaba de la maldición, Howard replicaba: «Todo espíritu de comprensión inteligente se halla ausente de esas estúpidas ideas».

@JMZavalaOficial