Ángela Vallvey

Murcia, reino del sol

Azorín la bautizó como «el Nueva York de La Mancha»; otros, sin embargo, prefieren llamarle «la ciudad del alba», aunque todavía no se sabe cuál es el origen de este topónimo

Murcia, que ahora se abre a la modernidad, aún conserva vestigios de su pasado árabe y cristiano
Murcia, que ahora se abre a la modernidad, aún conserva vestigios de su pasado árabe y cristianolarazon

Azorín la bautizó como «el Nueva York de La Mancha»; otros, sin embargo, prefieren llamarle «la ciudad del alba», aunque todavía no se sabe cuál es el origen de este topónimo.

La huerta de Murcia les hace una dura competencia a las de Granada y Valencia. La ciudad se rodea de un vergel espléndido; un laberinto de acequias y canales se aprovecha de las aguas del río Segura para convertir a Murcia en un edén mediterráneo. Y, si tuviese agua abundante, sería un oasis legendario. Las calles de la ciudad, en el centro, se transforman en callejas que hacen honor a su pasado oriental, intrincadas también, como las acequias. El astro rey pule los contornos de la catedral de Santa María, saca luz del puente de los Peligros, abrillanta las aguas del río Segura y las esquinas de la plaza de Santo Domingo...

Nadie sabe de dónde viene la palabra «Murcia». El propio Menéndez Pidal, que era un perspicaz sabio, se declaraba impotente para desentrañar su misterio. Al igual que su nombre, la ciudad también contiene un secreto milenario, ardiente y cálido como la resina olorosa de los pinos.

A veces la calina difumina los contornos de la verdura que la rodea. Hace calor. Hace vida. Pero ni las altas temperaturas consiguen frenar la industriosa capacidad de los murcianos para enfrentarse al futuro. El alto campanario de la catedral es una muestra más de ese afán levantino de elevarse por encima de las circunstancias, de mirar con perspectiva el mundo. Las plazas de la ciudad tienen jardines, como La Glorieta, que es casi su corazón. El alma de Murcia no podía menos que estar ajardinada. El cultivo, el riego, la mano trémula del viento que acumula riquezas sobre las hojas de las flores, forman parte de su esencia. El oro del destino se encuentra al otro lado de cualquiera de los muchos puentes que cruzan el río Segura a su paso por el núcleo urbano. Y diosas implacables armadas de tijeras podadoras velan por los jardines del Salitre, la Seda, del Malecón... Aquí se celebran todo tipo de fiestas. Festejan el hambre de vivir, el lujo de hacerlo bajo este sol enorme que brilla por su cuenta y pone un tono rococó en la fachada del palacio de Fontes.

No muy lejos de las rutas principales de la ciudad se encuentra al Castillo de Monteagudo, un recuerdo de la época islámica cuya existencia puede datarse alrededor del año 1078. Si bien fue la corona de Castilla, hacia 1243, quien lo hizo resaltar. Su estampa es peculiar, encaramado a un risco de aire añejo desde el que domina la huerta y el discurrir del río. Aquí tenía su residencia el rey Alfonso X el Sabio cuando visitaba la ciudad de Murcia, que era un sostén defensivo del reino castellano. El dibujo fantástico de su arquitectura lo asemeja al castillo encantado de un reino muy, muy lejano... Se coronó su cima con una enorme figura de Cristo, un añadido postizo de 1951, en plena reafirmación franquista. Su planta es rectangular, mientras que los torreones se permiten el capricho de ser cúbicos y convertirse en parte del armazón de la estructura. Las torres son especiales, se apuran en ángulo, esquinando la mirada, también resguardándola. Se trata de una fortaleza que quiere ser inexpugnable, que se eleva al cielo buscando el frescor de las nubes y ponerse a salvo de los invasores.

Murcia es un reino, más que una ciudad. De aires transparentes, almizclados. De agua que corre contenta de acá para allá, loca perdida. De caminos en la tierra y en el trazado urbano que van y vienen como el agua y el aire, bullendo brillantes bajo el sol. Un sol que ha creado su propio patrimonio escultórico, modelado con luz de llama ardiente.