Gastronomía

Contrabando de delicatessen

La Razón
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El tío Gigi, gran referente culinario y filosófico, nos adoctrinó desde la más tierna infancia en «la diferencia entre nutrirse y comer», siendo la primera «cosa propia de animales y de personas alienadas» mientras que la segunda es «una prerrogativa de las almas sensibles. Un aria de Verdi o unos espaguetis ‘alla gricia’ no los puede apreciar cualquiera». Y remataba con una diatriba hacia la cargante moda de los hábitos saludables. «Llamar comer a rumiar unas hierbas o a tragarse un trozo de tofu es como llamar música al mugido de una vaca. Eso es ruido, no música». Un amigo lo visitó un verano a sus posesiones pirenaicas e hicieron buenas migas hasta convertir su relación bilingüe (es asombroso que puedan entenderse en ese itañol plagado de giros inventados que chamuyan) en un trasiego transfronterizo de víveres: que si la andouille supera al morcón, que si este payoyo en nada envidia a aquel taleggio... Julio, que así se llama mi compadre, cruzó ayer toda la ciudad para recoger unos tomates apañados gracias a la generosidad de una colega de la competencia. «Hasta las plazas de abastos están globalizadas. Algunos productos no se encuentran ni pagando una fortuna, la exquisitez hay que buscarla ya fuera de los circuitos habituales. Sin necesidad de normas prohibicionistas, al contrario que con las drogas o con el alcohol durante la Ley Seca, vamos camino de convertir las delicatessen en un artículo de mercado negro». Se fue con unos higos rubios de propina procedentes del mismo huerto («las brevas moradas que venden en la frutería son un asco») y dejando encargadas salchichas «del charcutero al que le compra tu tío».