Historia

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Todo un caballero a carta cabal

Todo un caballero a carta cabal
Todo un caballero a carta caballarazon

Caballero de Gracia me llaman / y efectivamente soy así / pues sabido es que a mí me conoce / por mis amoríos todo Madrid.

Cuando en los años sesenta el género chico andaba ya de capa caída, en mis recuerdos de niño aún logró quedar grabado el son del vals del Caballero de Gracia, pieza brillante y resultona de la exitosa zarzuela «La Gran Vía». La música es la que todavía resuena con nitidez en mi cabeza. De la letra, en cambio, tan solo los dos primeros versos. Y si cuatro reseño arriba, el mérito lo tiene el copieteo directo del libro de José María Sanabria y José Ramón Pérez Arangüena, El Caballero de Gracia. Vida y leyenda (Palabra), en que salen.

Lo primero que suscita esta biografía es verdadero interés por un personaje muy polifacético y bastante desconocido, e incluso mal conocido. ¡Menudo fue este Caballero! Y, por contra, tal como publicita la zarzuela, ¡menuda leyenda subida de tono le endilgaron en el siglo XIX y todavía colea malvadamente! ¿Sabían ustedes que el hombre vivió 102 años, de 1517 a 1619? ¿Que nació en Italia y murió en Madrid, donde residió 50 años? ¿Que la Villa y Corte le debe unas cuantas realizaciones, de las que al menos cuatro sobreviven hoy en día? ¿Que durante 30 años fue secretario del diplomático vaticano Castagna, futuro papa Urbano VII? ¿Que anduvo en la concertación de la Liga que ganó la decisiva batalla de Lepanto? ¿Que el título de Caballero se lo otorgó el rey Sebastián de Portugal a ruegos de su madre Juana de Austria, hermana de Felipe II? ¿Que se ordenó sacerdote a los 70 años? Para qué seguir con más interrogantes. En mi caso, salvo algún pormenor histórico y otros más legendarios, lo ignoraba casi todo.

La mencionada biografía, breve, amena, legible, se ha publicado a raíz del V centenario de Jacobo Gratij, que es como se llamaba en realidad el Caballero. A mí me ha aclarado algunos aspectos, a la par que, como suele ocurrir, me ha metido hambre de ahondar en otros. Recojo aquí sin más unos someros trazos del trato cercano que el Caballero de Gracia mantuvo con dos españoles fuera de lo común, que sirven para ilustrar el amplio abanico de sus relaciones personales: desde papas, emperadores y reyes a mendigos, enfermos y huérfanos.

Comencemos por Felipe II. Cuando Jacobo llega a España en 1565 como secretario seglar del Nuncio Castagna, el rey tiene 38 años y su tercera mujer, Isabel de Valois, está a punto de dar a luz a su primera hija. Justamente gracias al bautizo de Isabel Clara Eugenia inicia sus contactos el Caballero con el monarca, del que pronto ganará su agrado.

El ápice un tanto rocambolesco de su mutua empatía lleva fecha de 17 de enero de 1571. Muy de mañana, el Caballero lía al Nuncio para diga la Misa que funda el convento del Carmen, pese a la expresa denegación administrativa previa. Y, a continuación, va a contárselo al rey. Este le mira con aspereza y le ordena esperarle en el sitio de autos, cosa que hace con indisimulado temblor. Horas después, Felipe II sale del alcázar, se dirige a la actual calle del Carmen, revisa con semblante severo lo edificado y por fin, para manifestar su aprobación, propina un abrazo a Jacobo a la vista de todos, al tiempo que le explica con frase rotunda por qué le ha hecho pasar tan mal rato: Aunque un capitán consiga la victoria sobre el enemigo, si lo hace sin licencia de su general debe ser castigado. No por el buen suceso, sino por el mal ejemplo.

Pasemos a Lope de Vega, gran genio de las letras en pleno Siglo de Oro. La estrecha amistad que entablan data al menos de 1609, cuando Lope se inscribe en la asociación eucarística fundada por el Caballero de Gracia, de la que llegará a ser Padre Mayor. Numerosas poesías, sonetos, villancicos, un auto sacramental y un canto del Rosario compone el fénix de los ingenios para su anciano y querido amigo.

Resulta divertido y enternecedor, en ese sentido, el tono en que Lope pide al duque de Sessa que un coche le recoja «a las nueve de la noche, mañana sábado, y servirá de barca (para vadear el lodazal callejero) hasta la orilla del Caballero, un hombre que, como tiene cien años, siempre pienso que el que viene me veré libre; pero él y un señor que yo conozco viven por diferente suceso, uno por bendiciones y el otro por maldiciones».

En su Felipe de España, Henry Kamen califica el congreso de Colonia de 1579 como «la primera conferencia de paz de los tiempos modernos». Reunió a españoles y flamencos en un intento vano de parar la guerra de Flandes bajo los auspicios mediadores de la Santa Sede, representada por monseñor Castagna. ¿Imaginan quién asistió también a las sesiones?

Estas y tantas otras relaciones, presencias e iniciativas sociales hacen del Caballero de Gracia un hombre en verdad singular, de rica personalidad e interesante de conocer, que ya en vida dio nombre a la calle madrileña en que tenía su casa y en la que hoy se ubica el precioso Oratorio homónimo, monumento nacional, obra de Juan de Villanueva.

Con todo, un sambenito lascivo, una leyenda con serios visos de infundada e injusta, le acosa sin tregua desde hace 150 años. Algunas claves señala la biografía, y su verosimilitud me ha persuadido. Valdría la pena insistir, pues Jacobo de Gracia merece que se le restituya en su integridad la buena fama de caballero a carta cabal.