Historia

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Condolencias, no disculpas

La Razón
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El almirante Vasey, por supuesto retirado, que sirvió en la Segunda Guerra Mundial, compendió el sentimiento de sus conmilitones y de la mayoría de los americanos diciendo que «cualquier acción presidencial que pueda parecer una disculpa implícita del uso de la bomba atómica sería un flagrante insulto para nuestros valientes camaradas que lucharon y se sacrificaron para traernos una paz que liberó Asia».

70.000 muertos en el acto y otros tantos posteriormente a consecuencia de la bomba es el mayor holocausto individual que se haya cometido nunca y, por tanto, Truman, un político de segunda recién llegado a la presidencia por la muerte de Roosevelt, tuvo que tomar la decisión más fatídica de la historia, en cuanto a sus efectos inmediatos. Fuera de contexto es imposible entender la justificación moral y las razones estratégicas. En el momento fue un inmenso alivio para los cientos de miles de soldados americanos que se preparaban para invadir Japón profundamente convencidos, después de las experiencias en los meses anteriores de las costosísimas tomas de Iwo Jima y Okinawa, de que sus probabilidades de supervivencia no pasarían del 50%. Tras semanas de múltiples consultas y discusiones, el presidente Truman llegó a la conclusión, ampliamente documentada, de que la bomba ahorraría muchas más vidas americanas y japonesas que cualquiera de las alternativas que se habían propuesto, y en función de ese criterio tomó la decisión y no puede decirse que se hubiera equivocado. Habría que añadir que también ahorró muchas decenas o quizás cientos de miles de vidas chinas, sometidas en aquellos momentos a implacables matanzas por parte de las fuerzas invasoras japonesas.

Esta interpretación prevaleció sin discusión al final de la guerra, pero desde comienzo de los 60 fue asaltada por un revisionismo historiográfico que puso en duda alguna de sus premisas y la conclusión fundamental que acaba de ser expuesta. Supuestamente podría haber habido otras alternativas viables menos cruentas y en el espíritu de Truman pesaron consideraciones políticas ajenas a la contabilidad de vidas. A medida que se fueron abriendo archivos, creció el patrimonio de evidencias y se profundizó en la investigación, muchos de los argumentos revisionistas fueron pulverizados, pero otros surgieron.

El revisionismo sigue contando con una minoría de defensores académicos, pero los papeles y testimonios hechos públicos en los últimos años han apuntalado firmemente la interpretación tradicional. Las alternativas son meramente conjeturales y el ahorro de vidas fue para Truman absolutamente decisivo. Las que había costado la guerra en su conjunto se evalúan entre 50 y 70 millones. El número de muertos en bombardeos convencionales en Japón y Alemania había sido muchas veces el de las víctimas de Hiroshima y Nagasaki, con algo más 60 ciudades de más de 100.000 habitantes arrasadas en cada uno de esos dos países, siguiendo la prevaleciente doctrina de los «bombardeos estratégicos». Japoneses y, sobre todo, alemanes habían hecho lo mismo contra los aliados. Hiroshima impresionó poco al alto mando japonés el 6 de agosto. Era un caso más aunque fuera de una sola explosión. De ahí Nagasaki, tres días después, para hacerles creer que tenían más bombas y podían seguir indefinidamente.

El mayor holocausto individual puso fin a la mayor matanza de la historia y, lo que no es una consecuencia menor, cambió radicalmente la naturaleza y la cultura del pueblo japonés, indudablemente para mejor.