Cristina López Schlichting

Las hordas de San Cemento

La Razón
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El jueves fue «San Cemento». Y yo, sin enterarme. Si es que no está una a lo que tiene que estar. El santoral universitario empezó a engordar cuando yo estudiaba, con la entronización de «San Canuto». Los porreros hacían masa en el césped del campus y celebraban como mandaba Tierno Galván: todos a «colocarse». Entonces podían ser, no sé, mil personas las que se citaban al sol. A las ocho de la tarde del jueves pasado había, en torno a la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense, quince mil estudiantes haciendo botellón. El campus quedó como una porqueriza. Chicas sin bragas orinaban entre los coches con las patas abiertas. Los chicos rociaban los arbustos y el césped, pero también las columnas y el piso del edificio. El viernes por la mañana, los empleados de limpieza no daban abasto. Tras cinco horas de trabajo, miles y miles de bolsas de basura se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Aconsejo mirar las fotos en el Facebook Cristinafindesemana. La convocatoria de San Cemento partía de la Escuela de Arquitectura de la Politécnica de Madrid, pero en la práctica se celebró en todos los rincones del campus. Rasgarse las vestiduras está de más. La juventud y, en particular, las zonas donde abundan los jóvenes –la universidad, en concreto– siempre han sido escenarios de juergas. En la Salamanca renacentista se bebía, había trifulcas y los bachilleres se batían en duelo. Irse de «minis» con los colegas estaba de moda en los 80. Antes, de vinos. El cambio lo han introducido las redes sociales. Ahora es posible convocar hordas de gente para «quedadas» y «macrobotellones» multitudinarios. Hace tiempo que los chicos y chicas –por razones de precio– han sustituido las copas de los bares por litronas en los parques. La Policía controla bastante estos consumos, sobre todo cuando acompañan destrozos urbanos. Pero la magnitud de las nuevas concentraciones es tal que hay ayuntamientos que, vistos los gastos, han optado por habilitar espacios destinados a estos usos. Es caro recoger, caro desinfectar, más caro aún reparar el mobiliario urbano. Comprendo que resulta difícil gestionar los cambios, pero las sociedades inteligentes lo hacen. Si los jóvenes consumen fuera de los establecimientos, los padres han de procurar una relación responsable con el alcohol (todo es un proceso que lleva tiempo y paciencia). Si son muchas las que se acumulan, las autoridades tienen que hacer campañas de concienciación. Y, en cuanto a la universidad, ¿tiene sentido convertirla en sede de un macrobotellón? Ni la precariedad del presupuesto universitario aconseja gastarse el dinero en limpieza y reparaciones, ni parece que emborracharse, dormir en manada (los coches aparcados aparecieron llenos de gente despanzurrada en la mañana del viernes) u orinar en público sea muy acorde al modelo académico. Las nuevas generaciones harán lo que vean hacer y se comportarán como se les eduque a hacerlo. No sé, yo que el rector me lo haría mirar.