Alfonso Ussía

¡Niños, jabalí, a comer!

La Razón
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Merodeaba por las cercanías de la Puerta del Sol. Me lleva al Madrid en blanco y negro el viejo comercio de la Calle Mayor y del Arenal. Comercios militares, filatélicos, numismáticos, imagineros... En la Puerta del Sol una manifestación de humilde convocatoria. Eran animalistas. Más o menos, un centenar de ellos. Gritos contra la caza, el tiro de pichón y a favor de los «derechos humanos de los animales», algo sorprendente. La convocatoria resultó un fracaso en todas las ciudades de España. En la Plaza Mayor de Salamanca no se superó la decena de manifestantes. Pero en todas ellas hubo cámaras y fotógrafos. Puedo asegurarlo, y espero que nadie interprete lo que a renglón seguido me dispongo a escribir como un rasgo de vanidad. Si yo, el que escribe, convoco a mil personas a que oigan mi conferencia sobre «Anécdotas y Pormenores de la Etapa Sanchidrián-Valladolid de la Vuelta a España en Globo», reúno en la sala, como poco, a trescientos asistentes. Y si anuncio en la convocatoria el posterior ofrecimiento de un aperitivo con canapés, croquetas y vino español, acudirían más personas que las invitadas, mil doscientas catorce, aproximadamente.

Los animalistas están obsesionados con la caza. No les importa el futuro de las más de ciento cincuenta mil familias que viven gracias a la caza en España. Y no les interesan los datos que demuestran que España es un paraíso de la caza gracias a los desvelos, el dinero invertido en pérdidas de los propietarios de los cotos, las nóminas de los guardas forestales públicos y privados, los armeros, los guarnicioneros, los ojeadores, los perreros, y demás profesionales relacionados directa o indirectamente con la caza. El equilibrio de las especies en nuestros cotos, dehesas y manchas serranas nada tiene que ver con el impuesto por la naturaleza. Si la naturaleza se impone, lo hace de verdad. Nos veríamos obligados a convivir familiarmente con venados, jabalíes, corzos, gamos, zorros, lobos, osos y muflones, e incluso con buitres de mirada escasamente amistosa. Así, el grito de la madre que anuncia a sus hijos que está la mesa dispuesta y la comida a punto: ¡Niños, jabalíes, a comer! Y el jabalí que se lava las pezuñas, se sienta en la mesa, se ajusta la servilleta, y se zampa la comida del padre, de la madre y de los niños, y si no queda del todo satisfecho, se come al niño pequeño como hace con los rayones de su especie, con enorme naturalidad.

Sin la caza y los cazadores, las reses degeneran, se multiplican y se hacen urbanas. Cuando Alfonso XIII, que fue un gran cazador, creó el Parque Nacional de Gredos, quedaban en las cumbres gredianas, entre la cara norte y la cara sur, menos de diez ejemplares de monteses. Hoy, gracias a la Reserva y a los cotos privados, los machos y cabras montesas se pueden contar a miles, y se han introducido en otras reservas con éxito absoluto de calidad. Todo eso cuesta mucho dinero, y los animalistas no lo entienden.

Me decía este último verano un ganadero que vive en el corazón del Saja, que se topa frecuentemente con los osos. –Antes eran venados y algún jabalí. Ahora son osos. Y con tanto senderista, cuando uno se encuentre con una osa parida, se va a enterar de lo que vale un peine–. Más de dos mil manadas de lobos se han extendido por España. Con un permiso especial, se autoriza su caza al norte del Duero. Y Europa ha decidido que España y Holanda son la misma cosa para los buitres, negros o leonados. Y en España son decenas de miles los buitres que vuelan sobre las ganaderías, a las que ya acosan en vida por el exceso de competencia.

Nada tiene de científico el animalismo radical. Es una moda. O lo que es peor, un resentimiento social. La caza y los cazadores han conseguido el milagro. Es de esperar que esos pocos no terminen con la obra y la supervivencia de muchos. ¡Mamá, que se te ha olvidado el bocadillo de la merienda del jabalí! ¡Vaya por Dios, qué cabeza tengo!