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Partidos nuevos, votos viejos

El análisis que NC Report ha hecho para LA RAZÓN sobre el comportamiento de los votantes según segmento de edad tira por tierra uno de los mitos clásicos de la izquierda española: la influencia decisiva del sufragio de los jóvenes en el resultado electoral. Un voto que, por supuesto, beneficiaría a los nuevos partidos progresistas, por cuanto también se atribuye a los jóvenes unas inclinaciones electorales más populistas ya que estarían libres del anclaje de la experiencia vital. Pues no. Con los datos obtenidos a partir de las encuestas de intención de voto para las elecciones municipales de hoy, y con los que proporciona el INE sobre la composición del censo, sin duda la característica más acusada entre los electores convocados a las urnas es que la mayoría, el 56,8 por ciento, tiene más de 44 años de edad, pero dado su menor nivel de abstención, representa el 62,7 por ciento del total de los votos emitidos, lo que les convierte en el factor decisivo para otorgar la victoria a uno u otro partido. Por contra, el segmento de la población española que se encuentra entre los 18 y los 29 años sólo supone el 15,1 por ciento del censo y su menor nivel de participación, contrastada elección tras elección, reduce a sus votantes efectivos a un 11,8 por ciento del censo, porcentaje demasiado bajo para condicionar el resultado de las urnas. Y si el estudio se limita a los nuevos votantes –entre 18 y 22 años– , las diferencias de peso electoral se vuelven más acusadas, pues con una abstención declarada de hasta el 48,3 por ciento, es decir, 20 puntos más alta que la media de los mayores de 44 años, apenas sí influirán en los resultados globales. Se trata, además, de un voto muy repartido entre las distintas formaciones políticas, a ninguna de las cuales le otorgan más de un 10 por ciento de apoyos. En resumen: bajo nivel de participación, voto difuminado y escaso peso sobre el conjunto nacional. El ejemplo contrario lo tendríamos en el otro extremo del censo –los mayores de 64 años–, que suponen el 26,1 por ciento de los votantes efectivos –una vez deducida la abstención– y agrupan la mayoría del sufragio –el 48,8 por ciento de su intención de voto –en sólo dos partidos. Por supuesto, esto no significa que desdeñemos la influencia que puedan adquirir las dos formaciones políticas emergentes –Podemos y Ciudadanos– en la contienda electoral de este domingo y, por ende, en la futura gobernabilidad de ayuntamientos y gobiernos autónomos. Simplemente, que los dos aspirantes, Pablo Iglesias y Albert Rivera, tendrán que nutrirse de muchos más «votos viejos» que «nuevos» si es que quieren obtener un buen resultado, exactamente lo mismo que el Partido Popular y el PSOE, a quienes, por cierto, les prestan apoyo un número significativo de los nuevos votantes, incluso superior al que reciben del mismo sector de población Podemos, Ciudadanos o Izquierda Unida. Pero si la composición del cuerpo electoral no ofrece grandes novedades con respecto a anteriores convocatorias, estas elecciones locales y autonómicas se enmarcan en un escenario inédito desde los primeros balbuceos de la democracia española: la presunción de una gran fragmentación del voto, en buena parte debida a la fragmentación de la izquierda, y el temor a un voto de castigo hacia los dos grandes partidos españoles, como reacción de un sector de la población que se ha visto especialmente afectado por la intensidad de la crisis económica o que está en desacuerdo con cómo se ha abordado su solución. Votantes que, además, han podido verse influidos por la sobreexposición mediática de los casos de corrupción, algunos ciertamente graves, y por las campañas implícitas de descrédito a la clase política y al sistema de partidos, en general. Estas circunstancias, anómalas, han transformado, sin duda, el carácter de unos comicios de ámbito local y regional, pero no sólo por parte de los electores, sino por la actuación en la campaña de unos nuevos actores que, poco implantados en el conjunto del territorio, tienen la vista puesta en las próximas generales y han llevado a los líderes de los dos partidos mayoritarios a disputar el terreno en la misma clave nacional. Las encuestas pronostican para la jornada de hoy una participación muy superior, se dice que histórica, con respecto a anteriores comicios. Participación que, sin embargo, no tiene por qué responder a la demanda de un cambio político profundo. Muchos votantes, más de los habituales, han mantenido reservada su intención de voto o se han declarado indecisos hasta el último momento, en consonancia con el temor que subyace en este proceso a que la situación desemboque en un periodo de inestabilidad que dé al traste con la recuperación económica y convierta en ingobernable la vida de ayuntamientos y autonomías. La estabilidad, en suma, percibida como un bien social. Para ella, también son las urnas.