Literatura

No se frustre, Proust le da otra oportunidad

El Paseo edita una nueva traducción de la gran obra del escritor francés

James Joyce y Marcel Proust se vieron una única vez, en 1922, seis meses antes de la muerte del fracnés, aunque los dos hechos no están relacionados
James Joyce y Marcel Proust se vieron una única vez, en 1922, seis meses antes de la muerte del fracnés, aunque los dos hechos no están relacionadosSImon & SchusterArchivo

Lanzarse al ejercicio de leer «A la busca del tiempo perdido» puede resultar un verdadero fracaso para muchos intrépidos que chocan una y otra vez con la solidez de los siete tomos que Marcel Proust (París, 1871) tejió hasta la extenuación. Un resultado recurrente ante una obra canónica de la literatura y el arte del siglo XX, pero a la que hincarle el diente es la pobre finalidad de muchos de los que no intentan simplemente disfrutar de su lectura. Los prejuicios literarios (malditas anteojeras) canibalizan otras tantas piezas maestras con las que parece que no hay cuartel. Pasa con «Ulises», «La Montaña Mágica» o con nuestro propio «Quijote», pues aunque todo español conozca el arranque universal que se le ocurrió a Cervantes pocos llegaron ni a la famosa venta donde arman caballero a Alonso Quijano.

Antonio Rivero Taravillo en alguna ocasión recomendó que a la obra de James Joyce debemos acercarnos «en pequeñas dosis». Es decir, a sorbitos, como se bebe un buen whisky, y sin el reloj a la vista. Unas catas que en esta ocasión abrirán el paladar progresivamente hasta poder tragar por entero la genial «magdalena» que con motivo del centenario de la muerte del autor rescata la editorial sevillana El Paseo en una edición y traducción de Mauro Armiño. Un verdadero reto que el responsable del sello, David González, entiende que se verá completo en los próximos dos años y medio con la llegada a las librerías de las restantes seis entregas. Hasta el momento ya se encuentran disponibles los dos tomos iniciales, a fin de solventar el lastre de traducciones y formatos anteriores que conducían a la habitual frustración. «Queremos invitar por fin al lector a introducirse en una obra que es un auténtico deleite, para que nadie tenga excusas al abordar este reto», explica González, que también anuncia un cofre donde agrupar todos los tomos. Un auténtico regalo para esos seguidores de Proust que viajan hasta Combray y sumergen una magdalena en su taza de té para rememorar su infancia. El abracadabra recurrente a lo largo de los cientos de páginas en las que las flores, el paso de una bandada de pájaros, el sonido del mar o simplemente un grupo de chicas abrirán las puertas de la memoria al lector.

En cierta medida, «A la busca…» se dedica a recorrer los sinuosos caminos de un universo que más de un siglo después todavía fascina. El fresco integral del ambiente sórdido en el que se desarrolló la buena sociedad de la III República Francesa y un periodo de tiempo quizás no bien entendido, brumoso, donde el Caso Dreyfus capitaliza la miseria de un mundo decadente que explotará a los pocos años con la terrible I Guerra Mundial, presa de sus propias contradicciones. Pese a que en un inicio Proust queda obnubilado por aquellos salones de duquesas y caballeros, a medida que va conociendo ese laberinto donde los nobles se van quitando la careta descubre lo ignorantes, lo aburridos y lo hipócritas que en realidad son y les ajusta las cuentas en «Sodoma y Gomorra». Sin embargo, junto al hilo narrativo sobre el que Proust le da cuerda a los personajes, un poco como Balzac hace en «La comedia humana», el libro muestra un plano ensayístico que permite conocer las inquietudes de un hombre criado en un ambiente de profunda formación intelectual que puede llevarse hablando por boca de sus personajes sobre pintura, música o literatura con absoluto rigor académico durante páginas y páginas. Aquel jovencito recién salido del Liceo Condorcet con ansias de ascenso social al que los hijos del compositor Bizet introducen en la atmósfera de las mejores familias de París se integra en ellas de una forma casi accesoria, como un juguete gracioso, para impregnarse de aquel ambiente que luego utilizará años más tarde, porque, como explica el traductor, él es en realidad «un gran asimilador». Algo patente en su abundante correspondencia existente con otros escritores de su época. Préstamos, lo de la magdalena es uno de ellos, que consagra por primera vez en el iniciático «Los placeres y los días». Una pieza que contó con el prólogo de Anatole France aunque este luego confesó que no se la había leído en realidad. «Un suerte de coqueteo, no gran cosa, con influjos del simbolismo que entonces mandaba en la literatura francesa de la época», reconoce Armiño, pero donde ya se asientan los brotes de lo que luego se convertiría en un monumento total de la cultura francesa y universal no apto para lectores deseosos de gratificaciones inmediatas y poco acostumbrados a la densidad de un texto que arrolló al propio André Gide, quien tras las primeras cincuenta páginas frenó en la descripción de unos postizos, dijo basta y desaconsejó su publicación. Como France tampoco leyó a Proust, pero ahora ustedes pueden intentarlo.