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¿Quién fue realmente Espartaco? Un noble que hablaba griego y estuvo en las legiones

La verdadera historia del héroe que inmortalizó en el cine Kirk Douglas y que puso en jaque a las legiones en una sucesión de batallas

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La primera imagen que uno conserva de Espartaco proviene del cine, que antes era un gran divulgador de leyendas míticas y héroes del pasado con aquellas adaptaciones como «Ulises», basada en la «Odisea», o «Jasón y los argonautas», que contaba con la animación del genial Ray Harryhausen (¿alguien ha olvidado la pelea que mantiene el héroe con siete esqueletos?).
La película dirigida por Stanley Kubrick y protagonizada por Kirk Douglas reflejaba una imagen del esclavo un tanto idealista y romántica que, respetando en líneas generales la historia, tenía, en realidad, más que ver con la lista negra de Hollywood y el prolífico y brillante Dalton Trumbo.
El guionista, que había vivido la caza de brujas y sufrido el ostracismo de los estudios, convirtió aquella rebelión en una metáfora de su propia causa. En esta clave hay que entender frases míticas como «solo un hombre que se sabe libre es capaz de liberarse de la esclavitud» o que, al final del filme, todos afirmaran ser Espartaco, una escena que queda para siempre en la retina del espectador y donde queda claro ese mensaje de lucha social que subyace en el filme.
Pero, ¿quién era en realidad este personaje? ¿Cuál era su origen? ¿Cómo llegó a la esclavitud? Lideró la revuelta más importante dentro del imperio romano (que ya había padecido otras similares, pero nunca una de esa envergadura), puso en jaque a las legiones en una sucesión de batallas que grabaron su nombre en la Historia y desesperó a los senadores de la República romana que vieron cómo esta mesnada de gladiadores llegó a dirigirse hacia sus murallas, lo que les debió llenar de pánico y, a la vez, considerar una osadía. Pero las fuentes históricas, como sucede muchas veces, discrepan sobre aspectos relevantes de su figura. Unas dan una imagen claramente positivo y otras, en cambio son desfavorables (las que forman parte de la hinchada de forofos de la Ciudad Eterna, por supuesto).
Uno de los problemas esenciales es dilucidar su origen, algo que, más allá de lo anecdótico y que puede resultar crucial para comprender la deriva posterior de su vida y sus éxitos. Unos textos lo dibujan como un desertor y un vagabundo que había que ejecutar sin más, pero Plutarco de Queronea señala, probablemente con bastante más oportunidad y certeza, que él provenía de Tracia, era un hombre de «linaje» y pertenecía a la nobleza de un pueblo asentado en Macedonia. Una región tan helenizada como ésta arrojaría una semblanza muy distinta a la que, de entrada, nos ha dejado la gran pantalla y que sobrevive en la imaginación. Pero hoy en día la mayoría de los historiadores apuestan por esta interpretación y dibujan el perfil de una persona culta y que, además, hablaría griego (por tanto no sería un salvaje ni tampoco un bárbaro). Una tesis reforzada por otro hecho crucial: su mujer era pitonisa en un oráculo, un cargo que únicamente podían desempeñar, en las culturas antiguas, individuos con abolengo, entre otras cosas porque, entonces, solo los elegidos podían hablar con los dioses. Y si ella estaba consagrada a esta tarea cívica, su marido, como mínimo, debía estar en el mismo escalón social.
Cómo un aristócrata acaba siendo un esclavo es la pregunta que muchos se pueden hacer, porque ya de por sí es bastante extraño. Esto tiene que ver con Roma, un estado expansionista y depredador que subyugaba a sus enemigos con inclemencia y una enorme dureza (si te rendías, en cambio, el trato era diferente). Esta parte del norte de Grecia fue conquistada por las legiones con su habitual impasibilidad y crueldad. Las poblaciones fueron sometidas a sangre y fuego y las comunidades subyugadas habrían sido forzadas a entregar a sus varones para abastecer las filas del ejército enemigo. Espartaco, al formar parte de la élite, tendría entre sus ocupaciones el oficio de las armas y, por tanto, habría sido escogido para engrosar las filas de las cohortes auxiliares (al no tener ciudadanía romana no podían entrar en otras divisiones). Es posible que ahí desempeñara tareas de mando. Y este dato, poco conocido de su vida, resulta crucial para comprender el conocimiento que poseía de las legiones, sus tácticas, su armamento, su manera de actuar y explicaría, por tanto, sus posteriores éxitos. Un entendimiento de las tropas romanas que le permitiría anticiparse a los movimientos de sus adversarios, aclararía el por qué de sus victorias, que se erigiera en cabecilla y, también, que pudiera entrenar y organizar una hueste temible (cuyos soldados además eran gladiadores).
El capítulo esencial que le conduciría a encarar su destino sería su imprevista huida del ejército de Roma y su posterior captura por los legionarios junto a su mujer. Los dos, por su deserción, fueron esclavizados y vendidos a una escuela de gladiadores que había en Léntulo Batiato, en Capua, en el año 73 a. C. (es falso, por tanto, que conociera ahí a su mujer, como refleja Kubrick). Él, al lado de dos celtas, Criso y Enómao, urdió una sublevación. Armados con cubiertos y utensilios de las cocinas, mataron a los guardas y escaparon. De los doscientos que se marcharon, solo sobrevivieron setenta (entre ellos, una mujer, supuestamente su esposa). El carácter de Espartaco, inteligente, culto, junto a su instrucción militar, sus evidentes capacidades de mando y una enorme fortaleza física, explicarían por qué lo escogerían como líder de su aventura. Comenzaba su leyenda. Sus seguidores, en principio apenas un centenar, que se refugiarían en las laderas del Vesubio, crecería hasta 120.000. Una tropa ordenada, jerarquizada, leal y obediente que derrotaría a las milicias romanas en repetidos encuentros. El Senado, al final, tuvo que recurrir a sus grandes generales, Craso y Pompeyo, para sofocar la revuelta. En la batalla del Río Silario, de los 80.000 efectivos que rodeaban a Espartaco, cayeron 60.000 (los romanos, en cambio, no perdieron ni un millar). Los que escaparon fueron masacrados sin piedad. Y de los que finalmente quedaron, Roma, para dar ejemplo, ordenó crucificar A 6.000. El cuerpo de Espartaco jamás apareció. Según algunos, había quedado irreconocible debido a las heridas y se perdió entre los cientos de cadáveres. Pero, como escribió Dalton Trumbo, todos somos, de alguna manera, Espartaco.

Bibliografía:

Para entender del contexto histórico:
Una biografía:
«Espartaco: los gladiadores», de Arthur Koestler

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