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Ensayo

Lydie Salvayre, la intelectual francesa que aboga por hacer bandera de la pereza

Publica en El Desvelo un ensayo sobre el placer de no hacer nada (para el pensamiento capitalista actual)

'Joven decadente' (1899), de Ramón Casas
'Joven decadente' (1899), de Ramón Casas .

Antes que nada, Lydie Salvayre (Francia, 1948) hace una aclaración. Se detiene: «La pereza no consiste en no hacer nada ni en cruzarse de brazos», sino en todo aquello que se engloba «fuera de la lógica del mercado, el consumo y el rendimiento», señala.

Para esta autora francesa de padres españoles, ser perezoso dista demasiado del concepto del vago. «Es involucrarse en actividades que no son carreras de velocidad, ni carreras de números, ni carreras de ganancias». Actividades que, en una palabra, se consideran «inútiles» en una sociedad de mercado. «Ser perezoso es –continúa–, por ejemplo: pensar, meditar, “dejar que el alma nade” o “tomarse el tiempo para explorarse a uno mismo”», dice parafraseando al poeta Henri Michaux.

Aunque tampoco piensen que quiere imponer un régimen de la pereza, pues «entonces, el aburrimiento llegaría a ser tan restrictivo como el trabajo».

Tiempo para filosofar y soñar despierto

Salvayre defiende ese tiempo de lectura, pero también filosofar, soñar despierto, contemplar y admirar el arte «porque el arte, la filosofía y la literatura no son cosas para embellecer o distraer la vida, sino cosas que mueven el mundo y cambian su curso, como nos dice la historia. Se trata de amar, besar, hacer el amor, festejar, contemplar las nubes, cuidar de uno mismo y de los demás, cultivar el jardín, aprender el arte de la lentitud... y mil cosas más por el estilo».

Toda esta tesis es la que desarrolla la escritora y dramaturga en su ensayo «¡Nos gustan los domingos!», editado en España por El Desvelo y traducido por Marta Cerezales Laforet. Una verdadera apología «de la pereza y maldición de los defensores del trabajo (de los demás)», invita la portada del libro de la Premio Goncourt. Una reflexión «muy seria» que se aborda con distancia a través de la risa, la ironía y la ligereza. «Quería animar al lector a pensar sobre el trabajo y las condiciones en las que se lleva a cabo, una cuestión seria donde las haya», defiende.

Como Quevedo o Rabelais

Como si fuera Quevedo, o Rabelais en Francia, Salvayre emplea un catálogo de registros que van de lo erudito a lo vulgar y de lo serio a lo cómico que le hacen retroceder a sus primeros años en Francia, donde alternaba el pobre francés que hablaban sus padres con el perfeccionismo de la escuela. Asegura la autora que ella escribe mentalmente mientras pasea por el campo junto a su perro; y a su vez, se apoya en dos ejemplos históricos para darle vuelo a su teoría al mismo tiempo que huye de la pereza como uno de los Siete Pecados Capitales, lugar en el que se encuentra vilipendiada por la religión católica: primero, Newton, quien descansando bajo un manzano concibió los conceptos de peso y gravedad; y luego, se refiere al baño más famoso de Arquímedes, en el que entendió el principio que lleva su nombre y del que salió aquel famoso «¡eureka!».

La autora francesa Lydie Salvayre, en una imagen de archivo
La autora francesa Lydie Salvayre, en una imagen de archivo .

Destaca Salvayre que entre las clases altas del pasado tampoco gustó en demasía su concepto: «Durante mucho tiempo han creído que la ociosidad de la que disfrutaban corría el riesgo de hundir a los pobres en el libertinaje, el alcoholismo y la depravación». Por eso, apunta al trabajo «tal como lo entendemos hoy» como una invención que se remonta a la Revolución Industrial, cuando se pasó de una sociedad agraria y artesanal a una comercial e industrial. «Hasta entonces, las actividades eran un medio para satisfacer necesidades. A mediados del siglo XVIII el trabajo se convirtió en un medio para crear necesidades mediante la producción incesante». «Y esto es lo que sucedió: mientras los economistas liberales, los empresarios y la burguesía, a quienes llamo “apologistas del trabajo ajeno”, comenzaban a ensalzar las virtudes del valor del trabajo, numerosos poetas, escritores y filósofos desafiaron este culto al trabajo y destacaron su lado alienante».

Victor Hugo, en Francia, quien escribió su poema «Melancolía» sobre niños que trabajan sin descanso; Charles Dickens, en Inglaterra, que trabajó desde los doce años, como documentó en «David Copperfield»; pensadores como Nietzsche («El trabajo es la mejor fuerza policial»), Paul Lafargue («El derecho a la pereza») y Bertrand Russell («Elogio de la ociosidad»); artistas como Charlie Chaplin («Tiempos modernos»)... Todos denunciaron el sufrimiento y la alienación que conlleva el trabajo.

«La desidia no es cruzarse de brazos, sino todo lo que está fuera de la lógica de mercado», asegura

«Sin embargo», continúa la autora, «parece que poco a poco la gente ha interiorizado este valor del trabajo, hasta tal punto que pocos se permiten cuestionarlo, y las personas sin trabajo suelen ser objeto de desprecio o desconsideración (...) La noción de trabajo ha cobrado protagonismo e invadido todos los ámbitos, hasta el punto de que las personas se definen principalmente por el trabajo que realizan, y la creación misma se define como trabajo (...) Los llamados perezosos son precisamente aquellos que tienen un interés personal en los trabajadores, quienes están a su servicio y se esfuerzan para enriquecerlos».

En el mundo actual, solo el domingo es digno para descansar (y a veces, ni eso). En su caso, Salvayre lo señala como «ese tiempo que nos permite realizar actividades consideradas improductivas, incluso peligrosas, en un mundo dedicado a la hiperproductividad». Un oasis al final de la semana en el que sí somos «dueños» del tiempo y que «usamos libremente, dedicándonos a lo que nos importa». Ella tiene la suerte, dice, de que «escribir no es trabajo como se define hoy en día». Salvayre decide «con libertad».

Eso sí, también levanta la voz para observar que la pereza corre el riesgo de ser contraproducente «si se define como una lentitud mental, una postración aburrida, una indolencia displicente, una indiferencia grosera: lo que comúnmente llamamos pereza o lentitud». Pero esto no es en absoluto lo que la palabra «pereza» significa para Lydie Salvayre, «me permito repetirlo una vez más», incide para terminar.