Roma

Michele Gamba: Ocho minutos para salvar La Scala

Michele Gamba / Director de orquesta.. A sus 32 años no se imaginaba que iba a convertirse en el hombre de moda en Italia. Asistente de Antonio Pappano y Barenboim, seguro que nunca olvidará la noche en que dirigió la última función en La Scala de «I Due foscari». Dice que necesita convivir durante un tiempo con la música, «dejarla marinar, como el buen aceite de oliva»

Gamba ya había dirigido en Londres «I Due Foscari»
Gamba ya había dirigido en Londres «I Due Foscari»larazon

El director milanés estaba en su casa preparando una salsa para un plato de pasta. No tuvo tiempo para pensárselo cuando sonó el teléfono: le reclamaban en el coliseo porque el titular había enfermado de repente. Era la última función de «I due Foscari», de Verdi. Llegó en un taxi y fue casi directo al podio.

Michele Gamba (Milán, 1983) es un joven músico y director de orquesta, con experiencia de dirección en Londres, Hamburgo y Berlín desde 2009. El pasado viernes estaba preparando un plato de pasta en su ciudad natal. En cuestión de 8 minutos, pasó de estar tranquilamente en su cocina –donde de niño dirigía a Beethoven con un tenedor en la mano– a estar al frente de «I Due Foscari» de Giuseppe Verdi: debutando así, con 33 años, en la prestigiosa La Scala de Milán. Aún le cuesta creer que haya sido capaz de aceptar el reto pero oportunidades así sólo suceden una vez en la vida. Y Gamba tenía claro que no podía dejar pasar ese tren, aunque se preguntara varias veces durante el trayecto entre su casa y el coso milanés (en un taxi para el que llevaba los euros justos) si la llamada del tenor Francesco Meli era una broma pesada. No lo fue.

–Usted ha protagonizado las crónicas de estos días de la Scala de Milán, por una anécdota curiosa que le ha lanzado a la fama. ¿Qué sucedió?

–¡Ha sido una auténtica locura! Francesco Meli, el tenor que canta en la obra, es un muy buen amigo mío. A las 19:40 de la tarde del Viernes Santo, tan sólo 20 minutos antes del comienzo de «I Due Foscari» en La Scala de Milán, me llamó y me dijo: «¿Te acuerdas de la obra, cuando la hicimos en Londres?». Y le dije: «¡Sí, pero fue hace un año y medio y como asistente de Antonio Pappano!». Había enfermado, a última hora, el director titular, Michele Mariotti. Tenía que sustituirlo. Y apenas había tiempo.

–¿Y no se le vino el mundo encima?

–Estaba en casa, tranquilo, cenando temprano como es tradición en el Norte de Italia. «Déjame en paz, anda, ¡que estoy de descanso!», le dije pensando que estaba de broma [entre risas]. Luego entendí que no, que de broma, nada.

–Pero era algo prácticamente imposible ¿no? No lo había ensayado.

–No tenía ni la partitura, ni el frac (porque estaba en Berlín), ni corbata, etc. No tenía ni el dinero para el taxi...vamos, de esos días en que tampoco había pasado por el cajero. Tomé el taxi a las 19:48 y llegué a las 19:56, y lo sé porque miraba siempre el móvil. Incluso en el taxi pensaba todavía que era una broma. Ya en el teatro supe que la cosa iba en serio. El miedo era total: mi debut en La Scala... ¡y con Verdi!

–Empieza la función. ¿Qué siente en ese instante?

–No tenía tiempo ni de tener miedo, estábamos en una situación de emergencia. Tenía que ser funcional y desarrollar un trabajo de equipo. Me puse la corbata, sonreí a la orquesta y les hice entender: «Vamos, hagámoslo lo mejor posible». ¡Una auténtica locura!

–¿Y el público?

–Recibí un calor humano indescriptible.

–Al final todo salió magníficamente.

–Imagínate, tras el final del primer acto recibí las primeras felicitaciones y un gran aplauso por parte de la orquesta cuando, sin embargo, había sido todo fruto de un espíritu de equipo. Inolvidable.

–¿Qué opina de la reacción mediática?

–¡Esa noche dormí poquísimo! Estoy en medio de una vorágine de sensaciones. Hace unos minutos, antes de esta entrevista, me ha llamado el maestro Daniel Barenboim y me ha dicho, en italiano: «¡Estoy orgulloso de ti!». He podido celebrar algo, pero no mucho, estaba destrozado. Ha sido un día muy emocionante, intenso e histórico, para mí.

–Su juventud es innegable. ¿Podría ésta ser un ejemplo de que los años no son siempre una forma de medir la veteranía?

–Aun viniendo de la escuela y la rigurosidad de los maestros Pappano y Barenboim, es posible que mi juventud haya sido un factor de ayuda en determinados momentos, claro. A lo mejor en lo que se refiere a la valentía. Tenía que ir por varias razones: porque si no iba La Scala cancelaba la función; porque era una gran oportunidad para mí; y porque la orquesta, probablemente la mejor del mundo, sabía que iba a reaccionar magníficamente, y no a mi servicio, sino al servicio de la música. Espero que, al final, todo haya funcionado bien.

–Veo que habla muy bien español, con un cierto toque argentino.

–Mi abuela nació en Buenos Aires, pero no por eso hablo español. Cuando llegué a Londres como estudiante, hace ocho años, mis compañeros de piso eran todos españoles. Lo primero que me dijeron fue: «¡Aquí el inglés está prohibido! O italiano... ¡o español!». Así fue como aproveché mis clases gratuitas de español, y como me convertí en un apasionado la cultura ibérica.

–¿En qué momento supo que la música sería su vida?

–Con 23 años sabía que no había vuelta atrás. Empecé a tocar el piano con 3-4 años, porque entonces mi padre alquilaba uno para mi hermano mayor. Poco a poco fui escuchando las sinfonías de Beethoven. La música siempre ha sido mi vida, incluso cuando he tenido alguna crisis vocacional, como cuando pensé en estudiar una carrera «seria» como Derecho, a los 19.

–A partir de ese momento, ¿cuál ha sido el camino que le ha llevado hasta aquí?

–En los últimos años he trabajado entre Londres, Hamburgo y Berlín. He hecho un poco de todo: director, pianista, asistente. Lo más positivo de todo esto ha sido precisamente esta versatilidad.

–¿Qué le mueve durante su tiempo libre?

–El cine, sin duda alguna. Precisamente hace poco he estado en la Berlinale.

–No puedo no preguntarle qué opinión tiene de Ennio Morricone.

–¡Es una leyenda! Un grandísimo músico. Tiene una sensibilidad única a la hora de poner música a lo cinematográfico. Incluso con un toque muy operístico.

–¿Qué representa, para usted, la ópera como creación?

–Lo es todo. Es la síntesis perfecta, como decía Wagner, entre la palabra, la música y el drama. La fuerza de la música, está claro, puede incluso ser más importante porque puede potenciar los otros dos elementos. Tiene una fuerza indescriptible. Y para mí, es mi vida. Tengo mucha suerte, ¡ya lo sé!

–¿Qué es lo más bonito de ser un músico y, además, director de orquesta?

–La música te permite conocerte mejor. Es como convertirte en un psicólogo de ti mismo. Ante todo uno es músico, luego vienen los diferentes papeles: director, pianista, etc. La música nos dice algo acerca de nosotros, y por eso es extraordinariamente importante. La música no sólo es el espejo del alma, sino que se convierte en un elemento que te explica algo que no conocías sobre tu propia persona. Si tienes el oído para escuchar y la libertad intelectual, estás preparado para miles de estímulos que te abren la mente. La música te permite escribir, leer, interiorizar y trasmitir las emociones. Un trabajo psicodinámico, lleno de magia.

Sustituciones en el último minuto

No es demasiado frecuente que un director tenga que salir por piernas para poderse frente al atril. Tampoco lo es que un cantante se vea obligado a cantar en lugar de otro, pero ejemplos hay. Jorge de León (arriba), en el Teatro Real, sustituyó en mitad de «Andrea Chenier» en 2010 al tenor Marcelo Álvarez. Y Roberto Alagna (debajo), que se desmayó en mitad de una «Aida» scagliera en 2006 cedió los trastos de cantar a un compañero que no pudo ni vestirse de Radamés y tuvo que salir a cantar en vaqueros y con una camiseta negra. Era Antonello Palombi.