Amarcord
Joan Benoit y su paso de 42.195 metros hacia la igualdad
Hasta finales de los setenta, la IAAF no consideró programar el maratón femenino en los grandes campeonatos de atletismo. El 18 de abril de 1983, la estadounidense pulverizó el récord del mundo en Boston (2h22:43)
Aunque se mantiene la segregación de las pruebas combinadas, el decatlón para ellos y el heptatlón para ellas, los programas masculino y femenino de los campeonatos de atletismo se han ido equiparando. Los 3.000 obstáculos y el lanzamiento de martillo fueron los últimos de una serie inaugurada en 1984 con los 400 metros vallas, icónico el oro olímpico de la marroquí Nawal El Moutawakel, y el maratón, cuya primera reina se impuso en el Memorial Coliseum angelino después de una larga carrera de más de 42 kilómetros, sí, pero sobre todo después de una batalla de más de tres lustros contra los prejuicios.
El Maratón de Boston es el más antiguo de su especie, pues se disputa ininterrumpidamente desde 1897. En 1966, se permitió que las mujeres lo corriesen de forma extraoficial y, seis años después, se organizó la primera carrera femenina, con triunfo de la local Nina Kuscsik. Cuando Joan Benoit lo ganó por primera vez, en 1979, la asociación europea (EAA) ya había decidido la inclusión de un maratón femenino en el campeonato continental de 1982 en Atenas. La federación internacional (IAAF) no quiso ser menos y decidió que en su primer mundial, en Helsinki 83, las mujeres disputarían la mítica carrera como banco de pruebas para el estreno olímpico en Los Ángeles 84. Un batallón de puristas contemplaba con escepticismo esta universalización de la más dura de las carreras.
La marca que Benoit realizó en Boston en aquella primavera de 1983 fue la demostración de que, renuencias al margen, las mujeres estaban fisiológicamente preparadas para correr 42.195 metros. La noruega Grete Waitz, futura campeona mundial en Helsinki, había igualado en la víspera en Londres la plusmarca de la neozelandesa Allison Roe (2h25.28). Pero lo suyo fue de otro planeta. La antigua esquiadora, que dejó el deporte blanco por una grave caída, pulverizó por casi tres minutos el récord (2h22.43) llevando el maratón femenino a una dimensión desconocida. Antes de la irrupción de las africanas en la distancia –Tegla Lorupe en 1998–, su marca sólo había sido batida por la extraterrestre noruega Ingrid Kristiansen. Para que nos hagamos una idea: el vigente récord de España de Ana Isabel Alonso es cuatro minutos más lento (2h25.51) y la campeona olímpica Tokio, Peres Jerchirchir, se fue hasta los 2h27.20.
Joan Benoit jamás volvería a correr una maratón tan rápido pero sí protagonizó una carrera inmortal, más legendaria incluso que su récord del mundo. El 5 de agosto de 1984, las mujeres corrieron los 42,195 kilómetros por primera vez en unos Juegos Olímpicos. Waitz, Kristiansen y la portuguesa Rosa Mota, campeona europea en Atenas, desafiaban en su casa a la estadounidense, que compitió con la táctica típica del atletismo universitario: «Front Runner», es decir, salgo a toda pastilla y que me siga el que pueda. Un suicidio en la canícula californiana, auguraban los expertos, que no daban crédito a cómo entró en meta lejos de sus perseguidoras en un tiempo de 2h24.52, récord olímpico que se mantuvo vigente hasta Sídney 2000, cuando la japonesa Naoko Takahashi lo rebajó hasta las 2h23.14.
Sin embargo, ni siquiera la hazaña de Benoit y sus tres grandes rivales convenció a quienes preconizaban el veto de las mujeres en el maratón. El último kilómetro de la 37ª clasificada, la suiza Gabriela Andersen-Schiess, fue una agonía retransmitida por televisión para el mundo entero. La fondista helvética, completamente exhausta, dio tumbos por todo el anillo del estadio olímpico acompañada por dos jueces dispuestos a sujetarla por si se desvanecía. Cayó al suelo inconsciente, víctima de un golpe de calor, en cuanto cruzó la meta y la patética secuencia alimentó durante años el debate de si el maratón era una prueba apta para el «sexo débil».
✕
Accede a tu cuenta para comentar