Rescate a Chipre

El experimento que agrieta el euro

La UE pone en jaque la moneda única al ensayar en Chipre un rescate bancario que penaliza a los grandes ahorradores

La Razón
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Como una montaña de naipes, los Estados miembros del euro están cayendo en la crisis. Primero fueron Grecia, Irlanda, Portugal, España, ahora Chipre, y parece que el siguiente será Eslovenia, o quizás, Italia. Y crisis sobre crisis la Unión Europea y su moneda única sufren el mal en primera persona y van perdiendo adeptos. El rescate de Chipre ha tenido así consecuencias prácticas y políticas, que aún no se han evaluado en su plena dimensión. En el primer caso, además de las draconianas quitas que se aplicarán a accionistas, bonistas y grandes ahorradores, las restricciones impuestas a la retirada de efectivo, transferencias bancarias y el flujo de dinero en efectivo dentro y fuera de Chipre podrían mantenerse en abril. Y a medio plazo, el país verá caer estrepitosamente su Producto Interior Bruto, privado de su segunda fuente de financiación, el sector bancario, que será desmantelado.

A su vez, las imágenes en Nicosia de los ciudadanos haciendo colas en los bancos, que hicieron recordar a la Argentina del «corralito» de 2001, serán difíciles de borrar. Prueba de la preocupación circundante, incluso antes de la operación europea, es que los depósitos de ciudadanos de la eurozona en bancos de Chipre cayeron un 18% ciento durante febrero, mes en que el país celebró elecciones presidenciales y se preparaba para negociar con la «troika» de acreedores un paquete de rescate. Una vez superada la tormenta, el presidente de Chipre, Nicos Anastasiades, asegura que no tiene «ninguna intención» de abandonar el euro y que «de ninguna forma vamos a hacer experimentos con el futuro» del país.

Sin embargo, ha quedado claro que el caso chipriota es tan sólo un laboratorio para el modelo futuro, aunque la implicación de otros elementos (Mecanismo de Supervisión Única, Fondo de garantía de depósitos, Fondo de resolución, control sobre las entidades...) acompañarán un sistema que, en el futuro, quiere evitar que los contribuyentes paguen la factura de los desmanes del sector, cueste lo que cueste.

Pero el desaguisado también ha dejado en evidencia el valor intrínseco de pertenecer a la zona euro. El ex presidente del Banco Central Europeo, Jean-Claude Trichet, decía en enero de 2008, cuando Chipre entró en la moneda única, que «para una pequeña economía abierta como Chipre, la adopción del euro era la mejor de las protecciones contra la crisis financiera internacional».

Nada más lejos de la realidad. La crisis financiera, que azotó sin piedad a Grecia, que arrastraba sus propios problemas, terminó llevándose por el camino también a su vecino Chipre, cuyos bancos tenían la mitad de sus cuentas en bonos helenos.

Tan mal gestionada ha estado esta crisis que la isla –con apenas 800.000 habitantes pero con una situación geoestratégica privilegiada– llegó a intentar ponerse bajo la tutela de Rusia, entregándole la gestión de sus bancos y sus recursos naturales (especialmente el gas) a cambio de un rescate que Europa le regateaba.

Otra de las grandes lecciones de este caso se refiere a la falta de cohesión entre los miembros de la troika, e incluso entre los estados miembros.

En el caso de los «hombres de negro» que velan por las finanzas de la zona euro, se vio cómo el Fondo Monetario Internacional (FMI) insistió en todo momento en imponer medidas que de ninguna manera afectaran la sostenibilidad de la deuda y, de lo contrario, amenazó abiertamente con no participar en el rescate de Chipre. Las consecuencias (la salida del euro) no parecían importarle.

Por último, durante estas semanas se ha visto una vez más que la que manda en Europa es Alemania, que ha logrado no solamente enviar un mensaje aleccionador hacia el sur, argumentando que sus contribuyentes no pueden ser los únicos que paguen los fallos ajenos e imponiendo un modelo que estará plenamente en vigor con la llegada de la unión bancaria.

El efecto contagio

Ahora, todas las miradas se han vuelto hacia Eslovenia –el primer país ex comunista que entró en la eurozona– pues sufre una grave situación de su sector bancario, que acumula «activos tóxicos» por valor de 7.000 millones de euros, el 20 % del Producto Interior Bruto. De hecho, el anterior Gobierno, derrocado por una moción de censura el pasado febrero, aprobó la creación de un «banco malo» para absorber los activos «tóxicos» y convertirlos en bonos estatales con un descuento del 50 %, y por un valor máximo de 4.000 millones de euros o un 11 % del PIB. Tras la crisis de los depósitos, la prima de riesgo del bono esloveno a diez años oscila ahora en torno a los 500 puntos, respecto a los 360 que marcaba hace apenas dos semanas, una cifra elevada en comparación con otros países con problemas, como España, cuyo diferencial con el bono alemán se sitúa sobre los 390 puntos.