Memoria histórica
Así enterré a Franco: «En la lápida no había otra inscripción»
Cuando a Guillermo Garcinuño le dijeron que iba a ser uno de los encargados de ponerle «tapa» a la dictadura hizo bueno eso de «otro día más en la oficina»: «Pues vamos, movemos la lápida y compartimos tarde con diplomáticos y militares. Fácil», comentó aquel joven de 27 años que «no era más que el conductor de Guillén Granitos y Mármoles, la empresa de don Vicente que abastecía de piedras al Valle de los Caídos», recuerda. Hoy, más de cuarenta años después de ese 23 de noviembre de 1975, este transportista reconvertido en taxista y ya jubilado recuerda el momento como «inquietante por el final del régimen y por no saber qué iba a pasar», cuenta a LA RAZÓN.
Pero lo suyo «no era entrar en análisis», así que se puso al «tajo» enseguida: «Lo primero fue ir a por la piedra para limpiarla en la fábrica y volverla a poner en su sitio el día de antes del entierro», cuando aprovecharían para «coreografiar» los movimientos. «Hasta cuatro veces lo repetimos para que no saliera mal. La gente se piensa que la lápida pesa una barbaridad, y es muy normalita. Esa misma la poníamos en los cementerios a la gente menos pudiente. No vayan a pensar que hubo grandes florituras. Habría que hacer un cálculo, pero estará alrededor de los 600 kilos».
¿Y por debajo, qué? Ni rastro de la leyenda que asegura que está escrito «José Antonio Primo de Rivera»: «No está reutilizada porque nunca estuvo en otro lado. Eso sí, la lápida de José Antonio y la de Franco provienen de la misma cantera, de la de Alpedrete, si no me falla la memoria», puntualiza Garcinuño desde la distancia «porque si estuviera allí lo sabría al momento, son muchos años entre piedras».
Y el día llegó y allí que estaba Guillermo estrenando mono azul «junto a Pablo, Marcos, Berto y los demás», repasa: «Se cortaba la tensión, así que salí y me fui al camión un rato antes del responso». Terminado éste, era turno de cerrar la tumba «y evidentemente se me hizo inevitable echar un ojo dentro, fijarme en el ataúd. Le hice una fotografía en mi mente que todavía conservo. La verdad es que me quedé con unas ganas locas de verle. Sabes quién está ahí y dices: ‘‘¡Joder, hay un jefe de Estado!’’, ni más ni menos. Fue un ‘‘shock’’ verle tapado. De ahí mi curiosidad por imaginármelo».
Es todo lo que le ha quedado a Guillermo Garcinuño del entierro, «porque soy muy frío y no conservo nada de entonces. Ni siquiera la carta que el Rey Juan Carlos nos escribió felicitándonos por nuestro trabajo y que nos pusiéramos en contacto con ellos si alguna vez necesitábamos algo». Pero la perdió.
Igual que un día antes se encontraban destapado la tumba, era el momento de cerrarla. Y ahí estaba el hombre que hoy pasa las temporadas entre los níscalos de la Sierra madrileña y la playa de Santiago de la Ribera (Murcia): «Zanjamos un capítulo de la historia de España para siempre. Todavía hay gente que cuando les digo que puse la piedra de Franco se piensan que les estoy contando una milonga», ríe Garcinuño.
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