Proclamación de Felipe VI
Carta para el 20-J
El día de ayer, Corpus Christi, uno de los tres jueves del año que –según el dicho popular– «relucen más que el sol», ha pasado ya a la Historia como primero del reinado de Felipe VI, de la dinastía Borbón, instaurada hace casi exactamente tres siglos, pero que muy bien pudiera llamarse Trastámara si los apellidos maternos se hubieran antepuesto a los paternos. En el acto de la proclamación parecían resonar los ecos ancestrales de otras anteriores, desde aquella de Santa Gadea donde Rodrigo Díaz de Vivar hizo jurar a Alfonso VI «sobre un crucifijo de hierro y una ballesta de palo» o la de Isabel I en el Alcázar de Segovia haciéndose proclamar sola, sin su esposo, que tascaba el freno en Turégano, hasta las más recientes de Alfonso XIII, en 1902, y la de Juan Carlos I en 1975. Nuestros reyes han sido entronizados secularmente sin pompa ni ostentación, previo juramento de guardar las leyes del reino y respetar los derechos de los ciudadanos como estableció nuestra primera Constitución en 1812.
Ser Rey es alcanzar la cumbre y, una vez en ella, sentir el frío de la soledad. Alcanzarla sin la plenitud del poder, como ocurría en otros tiempos, sino convirtiéndose en un servidor público más. Al Rey, precisamente porque personifica la nación española en su conjunto, incluyendo por supuesto a republicanos y separatistas, le está vedada cualquier adscripción partidaria. Lo quiere así la Constitución, votada no sólo por diputados y senadores, sino refrendada por el pueblo soberano con una mayoría abrumadora que, por serlo, se convierte en cualitativa, más allá de lo meramente aritmético. Los reyes han de actuar siempre sin consideraciones coyunturales, puesta la mirada exclusivamente en el interés general, nunca en el particular de personas, grupos o territorios. Para ello, Señor, habéis sido preparado concienzudamente con ventaja en esto sobre las repúblicas parlamentarias, cuyos presidentes pasan desapercibidos por su inanidad. Así como las presidencialistas disimulan su vocación monárquica, nuestra Monarquía cobija «una república cubierta por el trono» que «sólo deja subsistir en el nombre la dignidad real», como escribió Alphonse de Lamartine comentando la primera Constitución española.
Señor: leed y releed el artículo 56 de la Constitución. Sois a partir de ayer el «símbolo de la unidad y permanencia» de España como proyecto histórico y asumís su más «alta representación en las relaciones internacionales» con especial relevancia para esa comunidad de pueblos que «adoran a Jesucristo y rezan en español», como Vos habéis podido comprobar en vuestros viajes y habéis de «arbitrar y moderar el funcionamiento de las instituciones», encargo éste el más difícil, que ha de cumplirse con delicadeza y discreción, usando de la auctoritas y carisma que respalda a quien se sienta en el trono. Nada os descubro que no sepáis. Simplemente lo recuerdo.
En esta andadura inicial, puesta la esperanza en el nuevo Rey y en la Reina consorte, no puedo resistirme a la tentación de todo veterano y no se me ocurre sino ofreceros como presente un consejo, uno sólo, aun cuando pueda tener dos caras como las monedas que pronto circularán con vuestra efigie. Permitidme, por ello, Majestad, sacar pecho y adoptar un cierto tono pomposo. Seguid la senda de vuestro padre que fue, durante su reinado, el mejor Jefe del Estado de toda nuestra convulsa historia, sin más parangón que la Reina Regente María Cristina de Habsburgo. Guardad, como ellos, una absoluta lealtad constitucional siendo fiel intérprete de la voluntad explícita del pueblo manifestada en las urnas. No caed nunca en la tentación de manipular esa voluntad soberana. No imitéis a vuestro bisabuelo Alfonso XIII, ni se os ocurra tampoco seguir los pasos del primer presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, que en tan sólo cinco años cometió más agresiones constitucionales que su regio predecesor en 30. Señor, no hagáis política. Eso corresponde exclusivamente a los parlamentarios y al Gobierno. Os lo exige la misma esencia de la Corona, instancia imparcial e independiente. Tenedlo presente en todo momento y transmitidlo así a vuestra hija Leonor, esa preciosa niña que un día será Reina de España. Con la mejor voluntad y la máxima lealtad os lo pide quien tuvo el honor de conoceros cuando erais un niño de cinco años. Ahora sólo soy un español más, curtido por los años, ciudadano que no súbdito gracias a la Corona y orgulloso de pertenecer a un pueblo que fue protagonista de la Historia y ha engendrado dos docenas más, las Españas.
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