Cataluña
La Administración española en las últimas décadas
En una explicación sencilla, si miramos hacia el pasado observaremos que en España hubo principalmente un modelo basado en municipios, provincias con diputaciones y gobiernos civiles, y el Estado central. Este modelo se identifica claramente durante el siglo XIX y la mayor parte del siglo XX, es un sistema racional de Administración pública que se inspira en el Estado centralista imperante en Francia, que fue por entonces un Estado de referencia en España. Este sistema administrativo tiene un breve paréntesis durante la segunda República y se vuelve a implantar después de la Guerra Civil. En este contexto es como se desarrolla la Administración moderna cumpliendo los grandes retos del momento (entre ellos las infraestructuras públicas) sobre la base de un régimen funcionarial.
La Constitución de 1978, ante las reivindicaciones de tipo descentralizador, en especial en ciertos territorios del Estado, puede entenderse que se apartara de la tradición y del modelo francés instaurando un nuevo sistema basado en las Autonomías. El caso es que esta nueva solución constitucional llega finalmente a arraigar en la mente de todos, hasta el punto de que éste no se valora siquiera como una «necesidad» para dar «solución» a un «problema» que plantean tales territorios, sino como algo «positivo», obviándose por ejemplo que abandonábamos un modelo histórico, o que tal modelo era el de Francia, datos éstos que se llegaron incluso a ignorar por la opinión pública del momento.
En los años posteriores los datos más relevantes son la generalización por toda España de las Autonomías (y no sólo en alguna de sus partes), pese al mantenimiento, no obstante, de las provincias y, obviamente, de los municipios. Y, por otra parte, engorda el aparato público con empresas públicas y sumando empleados públicos. Surge así un cierto estoicismo viendo cómo las estructuras del Estado se reproducen y proliferan por todo el Estado y cómo la selección de los empleados públicos se hace a veces al servicio de los nuevos señores autónomos que hacen primar intereses localistas sobre la lógica jurídica general y objetiva, en un contexto social no siempre suficientemente crítico. Aunque primeramente este nuevo sistema se desarrolla arrolladoramente, empiezan a surgir voces críticas, ante la evidencia de que algunos de los gobernantes autónomos no cumplen con el principio de «lealtad» propia incluso de los Estados federales (Bundestreue). Para un simple espectador orteguiano es significativo observar cómo no pocas personalidades (que en su día facilitaron el nuevo orden descentralizado) se empezaban a manifestar de forma crítica frente a los excesos del Estado autonómico.
Seguidamente, la crisis económica impulsa estas tendencias haciendo ver lo insostenible del modelo administrativo. El Gobierno actual dice ser consciente de la situación, pero solo proyecta reformas sobre la empresa pública y la Administración local, a través de una serie de disposiciones que ha venido dictando los últimos meses. Entonces, hablando de Administración, la cuestión es si es necesario, para superar la crisis económica, poner el dedo en la llaga de las Autonomías. Pero en paralelo se radicaliza la presión soberanista. Y, entonces, en conclusión, diríamos que muchos «querrían» recobrar el modelo administrativo que siempre hubo, más racional y menos caro, pero surge el problema de los poderes fuertes contestatarios autónomos, haciendo difícil tales soluciones. Otra opción que se plantea sería suprimir algunas Autonomías (sinónimo de gasto y ficción), dejando otras, pero esto plantea abrir el debate, además de que no sabríamos dónde poner el límite ¿todas menos Cataluña y el País Vasco? ¿O también Galicia? ¿Y entonces Navarra o Valencia...? No es descartable que se generase entonces un desplazamiento de votos (que en el fondo es el problema de raíz) a favor de tendencias locales. Al final lo que se plantea es suprimir las Diputaciones, que es una medida que resuelve poco o nada, y que nos aleja más del clásico y loable modelo histórico. Desde luego, el planteamiento coste-beneficio aún está pendiente en la Administración.
En definitiva, volviendo al «espectador» orteguiano, al menos reconforta ver que ahora sí se aprecia algo que tuvo que haberse visto siempre, y no fue el caso: el Estado de las Autonomías se revela como una «necesidad» para dar solución (¿eficaz?) a un problema, pero no es un desideratum en cuanto tal. Decir esto a algunos les sabrá a poco, pero es significativo. En todo caso, lo culto y acertado es el modelo francés porque, ya lo decía un administrativista, «en España todo lo que en Administración Pública no viene de Francia, es mejor olvidarlo».
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