Bruselas
La pistola encima de la mesa
Prepublicación del libro «Secretos de la Transición»
El viernes 23 de enero de 1981 el presidente Suárez no tenía ninguna intención de anunciar su dimisión dos días después. Esa tarde, al caer la noche, llegaba a Barajas con la mayor discreción Leo Tindemans, presidente del Partido Popular Europeo y representante de la Internacional Demócrata Cristiana. Le esparaba en el aeropuerto Javier Rupérez, secretario de Relaciones Internacionales de UCD, que lo condujo con el mayor sigilo a la Moncloa, donde iba a mantener una entrevista con Adolfo Suárez. Hablaron largamente en un clima de gran cordialidad y entendimiento. El político belga pretendía que el líder centrista se comprometiera a la homologación democristiana de su partido en el inminente congreso de Palma de Mallorca y Adolfo Suárez se comprometió a ello. Se le veía animado e ilusionado, convencido de que, a partir del congreso, se iba a hacer de nuevo con el control del partido. El secreto, que envolvió el viaje relámpago de Tindemans a Madrid y el desarrollo de la entrevista, obedeció a la lógica preocupación de no provocar a las fieras, creando más divisiones internas y alborotando a los sectores laicos. Ni siquiera se informó del encuentro a histórico líder democristiano Fernando Álvarez de Miranda, que se enteró al día siguiente en Bruselas con cierta contrariedad.
Suárez y Tindemans convinieron esa noche en que era una ocasión de oro para encontrar y fijar la identidad de UCD dentro del panorama político internacional. Tindemans abandonó la Moncloa muy satisfecho, convencido de que Unión de Centro Democrático iba a entroncarse, a partir de Mallorca, en la Internacional Democristiana. Es a lo que Adolfo Suárez se había comprometido. También prometió aquella tarde-noche Suárez a Tindemans el ingreso de España en la OTAN. El presidente se lo confirmó inmediatamente a1 ministro de Exteriores, Pérez-Llorca. Se acababan así los titubeos. En ningún momento percibió Tindemans en su interlocutor el menor gesto de hastío o de intención de abandonar, sino todo lo contrario. Después de cenar en Jockey con Rupérez y Rafael Arias-Salgado, se marchó con el mismo sigilo que llegó, convencido de que había conseguido lo que quería.
¿Qué ocurrió el sábado, día 24, para que el presidente Suárez cambiara radicalmente de planes y se decidiera o se viera impelido a dimitir? ¿Cuál es la clave de este importante acontecimiento? ¿Por qué cambió repentinamente de idea? En resumidas cuentas, ¿cuál fue el detonante de la dimisión del presidente? ¿Hubo ese día algún suceso decisivo?
Creo que sí. Estoy en condiciones de ofrecer una hipótesis razonable: acaso el eslabón buscado.
LA CACERÍA
Ese mismo viernes, el Rey Juan Carlos había llegado de madrugada, por carretera, a la finca Lugar Nuevo de Icona, dependiente del Ministerio de Agricultura, en el corazón de la Sierra de Cazorla, a 375 kilómetros de Madrid, para participar en una cacería, que se inicia a las nueve de la mañana, a pesar de que el día amaneció frío y desapacible.
Hecho el sorteo, al Rey le corresponde el puesto número 5. Participan diecinueve cazadores, pero la cacería había movilizado a unas doscientas personas. No puede asistir e1 ministro, Jaime Lamo de Espinosa, responsable del coto, que se encuentra de viaje oficial en Europa, pero sí destacados representantes de la vida económica, como Pablo Garnica, Jaime Urquijo, Juan Herrera, José María Blanch y otros amigos del monarca.
Poco después de mediodía, el ayudante militar del Rey, el entonces capitán Agustín Muñoz Grandes, recibe una llamada de Madrid, en la que le comunican que el Rey debía regresar urgentemente. Esto obliga a suspender la cacería, prevista para todo el fin de semana, que ya no se reanuda. Un helicóptero acude a recoger a Don Juan Carlos, que regresa inmediatamente a la Zarzuela. Dadas las malas condiciones atmosféricas, el viaje en helicóptero no estaba exento de riesgos, lo que confirma la gravedad del hecho, que obliga al precipitado regreso. (...)
Varios jefes militares, indignados, entran en la Zarzuela sin ser convocados, lo que obliga el regreso precipitado del rey. Éste, inmediatamente, llama al presidente Suárez, al que explica lo que ocurre y le pide que acuda también él. El rey y el presidente entran juntos en el salón donde esperan los altos mandos militares. Tras un breve saludo y cambio de impresiones, Don Juan Carlos pide a los generales que 1e expliquen sus inquietudes y sus problemas a1 presidente del Gobierno. Y él se retira, lo que Suárez interpreta como una encerrona en toda la regla. Se siente solo ante el peligro. Para entonces el Rey, como he dicho, está deseando que Adolfo Suárez presente la renuncia. Incluso multiplica sus llamadas al CESID pidiendo ayuda para forzar el relevo del presidente.
Ausente el Rey, la reunión de ese sábado en la Zarzuela se volvió tormentosa. El presidente Suárez sale de allí profundamente preocupado y lo primero que hace es llamar por teléfono al cardenal Enrique y Tarancón, uno de 1os pocos consejeros de los que se podía fiar.
–Necesito verle con urgencia –le rogó.
–Pues ahora mismo salgo para la Moncloa– respondió el cardenal, que notó el apuro del presidente.
–No, si no le importa,– le sugirió éste– voy yo a verle a usted ahí.
–Bien, como quiera; aquí le espero.
Y Adolfo Suárez se encaminó al palacio arzobispal. El cardenal Tarancón estaba intrigado y preocupado. Nada más entrar, sin más preámbulos ni divagaciones, el presidente, que parecía desolado, le dio cuenta de la situación: el acoso a que estaba siendo sometido dentro y fuera de su partido, el cambio de actitud del Rey, el malestar de los militares... De entrada, puesto que ése era el motivo principal de la urgencia de la visita, le contó con detalle la encerrona con los generales en la Zarzuela, que le habían puesto física o metafóricamente, vaya usted a saber, la pistola encima de la mesa, cuando él les dijo enérgicamente que aquí manda el pueblo, la voluntad popular. «¡Aquí manda esto!», le replicó uno de ellos mostrando el arma o haciendo el gesto de mostrársela. La pistola física es la versión que entendió Tarancón, que no acostumbraba a fantasear. El presidente de la Conferencia Episcopal contó esta conversación con pelos y señales una noche, al amor del fuego de la chimenea, en la residencia estudiantil del cura Manuel Unciti. Si hubo o no una pistola física encima de la mesa, tal como le dijo Suárez al cardenal –posiblemente, insisto, sólo fuera el gesto– no cambia sustancialmente las cosas. Pero después de distintas fuentes consultadas ahora, no puede descartarse, sino todo lo contrario, a pesar de los tibios desmentidos que se me hicieron en su momento, que uno de los capitanes generales pusiera aquel día materialmente la pistola sobre la mesa, como relató Suárez a Tarancón. Al fin y al cabo los jefes militares entraron aquel día en la Zarzuela sin llamar a la puerta, por lo que llevarían encima el arma reglamentaria.
El presidente y el cardenal se fumaron después distendidamente un cigarro.
–¿Qué debo hacer ante esto?– le consultó el presidente.
–Pues déjalo, hijo –le aconsejó el cardenal–, déjalo.
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