Gobierno de España

Rajoy-Rivera: Historia de dos destinos enlazados

En política no se hace amigos sino aliados. Rajoy y Rivera, que se lanzaron dardos dialécticos en el pasado, necesitan ahora anteponer los intereses de España. «Pareja por derecho y no de hecho», ironizan en el PP

El presidente del Gobierno en funciones, Mariano Rajoy, y el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, al inicio de la reunión mantenida la semana pasada en el Congreso de los Diputados
El presidente del Gobierno en funciones, Mariano Rajoy, y el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, al inicio de la reunión mantenida la semana pasada en el Congreso de los Diputadoslarazon

Como dice el refrán popular, entre el odio y el amor sólo hay un paso. Ello puede aplicarse a la relación personal y política entre Mariano Rajoy y Albert Rivera, ubicados en un mismo espectro ideológico, separados por la edad, distantes en un principio, contrincantes electorales, adversarios dialécticos, pero, inevitablemente, condenados a entenderse. Es la suya una historia de tira y afloja inédita en los anales de nuestra democracia, aunque marcará ejemplo. «Nunca serán amigos, aunque sí aliados». Es la frase que estos últimos días circulaba en el entorno del presidente en funciones y del líder de Ciudadanos. Tras su última reunión en el Congreso y, sobre todo, tras la designación del Rey, la cosa era cuestión de tiempo y escenario. Rivera necesitaba vestir su cambio de actitud una vez que estaba empecinado en la pertinaz negativa a Rajoy. El reparto de papeles estaba servido entre los distintos portavoces y las seis propuestas ya estuvieron encima de la mesa de su última conversación con Rajoy.

Varios factores han sido claves en su decisión. Entre ellos, las presiones empresariales avanzadas ya por este periódico y su posible retirada de apoyos en unas nuevas elecciones. Sin olvidar los sondeos que colocan a C’s en una bajada sin retorno por pasar de partido «bisagra» a «torniquete». Aunque la relación personal entre Rajoy y Rivera no puede tildarse de amistosa, lo cierto es que ambos sí estaban completamente decididos a impedir nuevos comicios. Uno, instalado en su papel de candidato ganador, y el otro como «un héroe campeador», en palabras de los pocos conocedores de la relación entre ambos líderes. Mariano Rajoy necesitaba vender la imagen de un negociador flexible y abierto, mientras que Albert Rivera le urgía aparecer como la solución y nunca el problema. En este escenario silente y discreto, dos hombres de la formación naranja han sido claves: José Manuel Villegas y Luis Garicano. El primero maneja las bambalinas parlamentarias en el Congreso y el segundo ha sido el contacto con el ministro Luis de Guindos y los altos poderes financieros.

Para Rivera, un hombre que se movió en las aguas del PP catalán, Rajoy no era un enemigo en potencia, sino más bien un estandarte a combatir por los casos de corrupción. Hizo bandera de ello hasta la extenuación hasta comprender que era mucho mejor compañero de viaje que Pedro Sánchez. Tras el fiasco de su pacto y las elecciones del 26-J, las élites económicas del país se movilizaron contra Rivera. «Albert, vota una presidencia en diferido, pero vota», llegó a decirle un destacado empresario hace unos días apelando a que diera el «sí» a Rajoy con una limitación de mandato. Algo importante entre las cláusulas invocadas por el líder naranja previas a su pacto de investidura. Generosidad de Rajoy, confianza de Rivera. Como una pareja condenada a entenderse por los intereses de España. Lo tenían hablado hace días y el resto ha sido cuestión de tiempos y puesta en escena.

Erigido en ese cambio sensato que tanto invoca, obsesionado con la figura de Adolfo Suárez y sus pactos de La Moncloa, el joven Albert Rivera ha dado el paso que debió Pedro Sánchez. El secretario general del PSOE queda en esta jugada como un vulgar aprendiz sin tablas políticas, sin sentido de estado y con un turbio futuro. Podrán decir cuanto quieran sus espadachines pretorianos, Hernando, López, Luena o Meritxel Batet, pero su figura es inerme y su liderazgo da pena. Con su 32 escaños y una comparecencia humilde pero sensata, Rivera le ha pasado con creces. Si los «naranjitos» siguen por esa senda, pueden dar mucho juego y, tal vez, entrar en un próximo gobierno para vender las reformas y regeneración que España necesita. «Rivera ha cogido el tren y Sánchez se queda en la estación». Así lo definen dirigentes de la vieja guardia socialista horrorizados con la actitud del secretario general, únicamente obsesionado con salvar su propia cabeza.

Un experto sociólogo curtido en mil batallas, que trabajó en las más importantes campañas del PSOE, entre ellas las que lograron la mayoría absoluta, define la estrategia de Albert Rivera con un título de película: Remando al viento. La espléndida cinta de Gonzalo Suárez, inspirada en la figura de Lord Byron, muestra a un personaje mitad romántico, mitad trágico. Tal parecía ser el líder de C’s, a veces angelical en su oferta de cambio, y otras en pleno drama denunciando una España negra, mal gestionada y pidiendo la retirada de Rajoy. Pero en política lo que hoy es negro mañana es blanco y Rivera lo ha comprendido. «Hay que tener mucha mili», dice un veterano dirigente del PP al definir la situación. O sea, aparentar furibunda oposición y negociar por lo bajo. En esto, Mariano Rajoy es un maestro y Albert Rivera ha sabido coger el guante.

La amenaza de unas nuevas elecciones, con bajo horizonte, y el abandono de los poderes económicos que le respaldaron. Hete aquí el gran dilema y la encrucijada de Albert Rivera, que en sus noches de luna llena soñaba con los Pactos de la Moncloa de la transición. España no está ya para caras bonitas y frases limpias, necesita gestores brillantes y resultados concretos. Este campeón de natación que militó en el PP debía enseñar sus cartas, porque no se puede quedar bien con todo el mundo al mismo tiempo. Puede ser amable, educado y vender un cambio tranquilo, pero los votantes quieren hechos y no dobles varas de medir. Rivera, y sobre todos algunos inteligentes de su entorno, comprobaron que las encuestas empiezan a dar la espalda al molino de viento según convenga. Albert Rivera, como avezado nadador, sincroniza la jugada. De lo contrario, corría el riesgo de ahogarse sin remedio. Sin salir a flote.

En política no se hacen amigos sino aliados. Rajoy y Rivera, que se lanzaron dardos dialécticos en el pasado, necesitan ahora anteponer los intereses de España. «Pareja por derecho y no de hecho», ironiza un experto diputado del PP. Los afectos en la maleta y las reformas en la mesa. El primer paso de esa larga marcha largamente reclamado por Rajoy. Como el uno es andarín y el otro nadador, algo tienen en común: el esfuerzo por la meta, España, vale la pena.