Artistas
Ideología con piel (IV)
El padre de uno de aquellos muchachos de mi adolescencia que le rezaban a Cristo para que les ayudase a no creer en Dios, me dijo: «Toda esa gente joven que se manifiesta por las calles contra el franquismo tiene sin duda una ideología. Me gusta que se esfuercen contra la dictadura y que aspiren a un mundo mejor. Estoy de acuerdo con todo lo que piden. Me gusta la libertad. Mi problema es que yo soy un pobre diablo con cinco hijos a los que darles de comer cada día. Por eso yo no tengo ideología. Es difícil tener ideología si se tiene la cabeza ocupada con el hambre». Aunque jamás he pasado hambre, puedo identificar los pensamientos de aquel hombre como si fuesen míos. Yo tuve siempre en la cabeza sitio para la ideología, y sin embargo, mi propensión a dejarme llevar por los instintos me ha disuadido de ser devoto seguidor de algún partido. Aun siendo ferviente defensor del anarquismo, la verdad es que comprendo que para quienes detestamos le mecánica del orden y consideramos la Ley una perversión del instinto, incluso el caos nos resultaría la consecuencia contradictoria de una odiosa planificación. Al anarquismo le ocurre como a los pilotos kamikazes japoneses, que en sus planes de combate además de la destrucción del enemigo incluían su propia inmolación. Por eso el anarquismo es un pensamiento teórico, una actitud contemplativa y un instrumento político residual. A nadie le preocupamos ya los anarquistas, entre otras razones porque al margen de los delirios románticos que arrastramos, los luchadores perezosos como yo sabemos que una sociedad basada en el individualismo cordial y en el pantalón de peto es incompatible con la implacable evidencia de que los ciudadanos ni siquiera están dispuestos a aceptar que el concejal de tráfico desconecte media hora los semáforos. Los hambrientos muchachos de mi adolescencia tenían una buena razón para desistir de la lucha. Eran reacios a la doctrina y contrarios a la lucha, no porque no necesitasen enriquecerse con ideas, o porque esperasen que otros les metiesen la comida en la boca, sino, lisa y llanamente, porque camino de la escuela o de la iglesia, lo primero que les salía al paso era la tentación de saquear la panadería. En mi casa había pan y buen ambiente, de modo que desarrollé un anarquismo romántico y desencantado que en mi afán de evitar el peso apabullante del orden social realmente sólo me ha servido para sentir la íntima satisfacción de haber dejado caducar el carné de conducir.
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