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La Razón
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Ha llegado el buen tiempo y el personal se ha echado a la calle como si no hubiera un mañana. Se han llenado las plazas de gente que sestea en las terrazas, que chupa sol y que se atiza unos colodros simpatiquísimos, que es una de las actividades que con más soltura practicamos los españoles. Casi con el mismo desparpajo, la juventud ha tomado los descampados (en el mejor de los casos) y también ha hecho suyas nuestras plazas sin necesidad de mesitas y sillas, y, de nuestros portales, el improvisado sitio donde aliviar sus necesidades y donde dejar la muestra precisa de la cata ingerida.

Entonces nos preguntamos el por qué del botellón y su éxito y proliferación, y nos echamos las manos a la cabeza y nos tiramos de los pelos y nos ponemos estupendos hablando pestes de los adolescentes y su dedicación al pelotazo. Miramos las estadísticas de chicos que admiten beber de mucho a casi como un odre y creemos que se trata de un fenómeno aislado, producto de una generación que ni estudia ni quiere hacerlo, y que no tiene intención de currar un pimiento. Olvidamos todos los quejosos que aunque esa monumental quedada es reciente, hace sólo unos años ya comprábamos litronas, hace unos pocos años más en nuestras casas se nos permitía mojarnos los labios con algún licorcito y los críos que comíamos mal hacíamos hambre gracias a un sorbo de Quina Santa Catalina, quince grados de uva malvasía. El alcohol nunca ha sido una droga en España y gran parte de nuestro ocio gira en torno a la copa, a la caña, al aperitivo con vino, así que hay algo de hipocresía en el lamento. Nuestras fiestas consisten en beber y comer, así que hay algo de botellón y descampado en ellas. Y también dejamos todo manga por hombro. El botellón nos cuesta un pastizal entre limpieza y destrozos, es verdad, pero ya se sabe que veinte españoles juntos, sea cual sea su edad, suelen siempre comportarse mucho peor que en sus casas. No hay conciencia social para pensar en el prójimo, no la hay para cuidar el entorno, no existe para dejar el paisaje como nos lo encontramos antes de nuestro paso.

El español en grupo es cafre, egoísta, descuidado y pesado, así que cuando pongamos el grito en el cielo por el comportamiento de nuestros jóvenes (y juro que no lo justifico) deberíamos reflexionar un cuarto de hora sobre aquello de lo que tanto hablamos y hace mucho que no practicamos: dar ejemplo. Menos lecciones, que nos conocemos.