Barcelona
Nuestra crispación
Túnez, el paraíso turístico francés y europeo por extensión, alzó la barra de pan como símbolo de una protesta política que, no sin violencia, se desliza ya hacia otros países ribereños árabes mediterráneos. Algo más grave que el efecto colateral de la crisis económica. Es evidente que se manifiesta como una crispación que, a unos más y a otros menos, afecta en múltiples aspectos de la vida. En EEUU se habla ya de una generación perdida y se calcula el aumento de depresiones y enfermedades mentales en su población en los últimos años. Es difícil precisar si circula de arriba hacia abajo, en la pirámide social, o de abajo hacia arriba. Nada parece detener el incremento del paro, la desconfianza en los instrumentos financieros, la disminución de los salarios y pensiones y el aumento del coste de la vida. He aquí una breve suma y que conduce inevitablemente a la crispación social, que hasta nuestros sindicatos intentan apaciguar como pueden. La vida cotidiana no plantea problemas cuando todo marcha bien y las diferencias de opinión se circunscriben a lo superfluo. Pero el ciudadano se resiste a disminuir su nivel de vida, a tornar a un pasado imprevisto. Es lógico que no sólo se sienta defraudado, sino que busque responsabilidades (que las hay) y no sólo desconfíe de su clase política –que él mismo eligió (otra frustración más que añadir a la lista)–, sino de sus conciudadanos, de cualquier organización, institución o países aparentemente responsables, de sus amigos más próximos y hasta de su propia pareja. Una crispación generalizada y universalizada que pasa de lo colectivo a lo individual, del ellos al nosotros y del nosotros al tú. La crispación no supone rencor, sino, según el Diccionario de la RAE, irritación o exasperación. Es término derivado del verbo crispar que alude a causas fisiológicas: «Causar contracción repentina y pasajera en el tejido muscular o en cualquier otro de naturaleza contráctil», aunque me temo que lo figurado haya superado al significado primigenio.
De hecho, la crispación hay que entenderla como pasajera, aunque repentina. En efecto, nos cayó como el rayo una crisis que se auguraba, porque el mecanismo capitalista de crecimiento mantiene crisis cíclicas, pero que pocos o nadie habían supuesto de tamaña proporción. Si Rajoy hubiera ganado las últimas elecciones y el Gobierno de la nación, tal vez se habría reaccionado con más presteza, con otras fórmulas, con menores optimismos, pero la construcción se habría hundido, tras el descalabro de los mercados, y los parados serían más o menos los que son y los mercados nos mirarían con recelo. Quizá, con menores gastos y fastos, el endeudamiento sería menor y la edad de jubilación no llegaría a los sesenta y siete años. Pero Rajoy y el PP estarían, entonces, en el punto de mira ciudadano y el PSOE esperaría a que las medidas más duras las tomara quien detentara el poder. Cuando se produce un terremoto marino, el tsunami parece inevitable; tal vez previsible, aunque las olas han superado lo imaginable. La crispación es, por naturaleza, pasajera o transitoria, puede cobrar virulencia en determinados momentos y provocar pánico y desmoralización generalizada, como sucede en las bolsas. A una exagerada euforia sigue la recogida de beneficios. Cuando no los hay, conviene aferrarse al tobogán de la compra y la venta rápidas para arañar algo, pero el inversor de a pie acaba siempre perdiendo. Esta crispación que hemos interiorizado y que nos lleva a abominar de esto y aquello ya es nuestra y conviene a la clase política y a los medios de comunicación no exacerbarla para evitar males mayores. Es sorprendente aún que, dados los recortes ya producidos y los que vendrán, los ciudadanos se muestren tan cívicos, casi apáticos.
Abandonamos aquí hace ya casi un siglo las protestas por el aumento del precio del pan. Hoy se come mucho menos pan que antaño y comparada la España de los años cuarenta del pasado siglo, equivalente a la situación actual de algunos países del norte de África, parece que hayamos avanzado con botas de siete leguas. Nada tiene que ver nuestro Mediterráneo con el del norte de África, aunque dispongamos de parecido sol y playas. De allí nos llegan, aunque cada vez menos, pateras e inmigrantes que alimentaron nuestros pasados años de esplendor. Tenemos un problema con los emigrantes, ni siquiera censados, pero también con nuestros jóvenes que salen enbusca de mejores condiciones de trabajo (cien mil a Argentina, según estadísticas no muy fiables). No es un buen augurio que los trabajadores de Nissan en Barcelona acepten disminuir su sueldo e incrementar su trabajo para asegurar unos años de actividad o que otros admitan, agradecidos, una rebaja de sus remuneraciones. Las futuras pensiones no van a ser mejores que las francesas o las alemanas y nuestro salario mínimo sigue siendo mínimo. El papel de la mujer en nuestra sociedad merecería tratamiento intensivo, sin olvidar la violencia de género que algo puede tener que ver con el clima de crispación generalizado. Se supone que hay remedios eficaces para la muscular, pero para la pandemia psicológica y económica hay que apretar los dientes y esperar que amague la tormenta y los mercados renueven sus pilas. Nadie sabe el tiempo que vamos a tener que soportarla, cuando amenaza en convertirse en endémica. Pero podríamos comenzar por evitar nuestra propia crispación, justificada sin lugar a dudas, aunque ineficaz.
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