Cádiz
«El Azor» definitivo por Alfonso Ussía
Creo que la idea de convertir en una masa artística y opinable al «Azor» ha sido un acierto
Después de haber pasado por la prensa y la imaginación creativa de Fernando Sánchez Castillo, el barco de Franco se ha convertido en una compacta obra escultórica que se expone en las salas del Matadero. Mejor así que anclado en Cogollos, a dos pasos de Burgos, sobre una lomilla que abre su mirada, cuando los días son claros, hasta la sierra de la Demanda. De los cachalotes y los atunes a los corzos y los rebaños de ovejas. Un barco, cualquiera, emplazado en la tierra, es un barco humillado. Ahora es una masa de acero compactada, rectangular, irregular y liberada de los fríos y calores castellanos.
No era un buen barco. Se movía mucho y navegaba a saltos. En él se marearon muchos invitados. En San Sebastián, cuando Franco convocaba a sus ministros a bordo, sus mujeres aprovechaban para pasar la frontera y jugar en el casino de Biarritz. En España estaba prohibido el juego, y se transportaban en los coches oficiales con la matrícula del «PMM» para disfrutar o padecer a costa de la ruleta. Alguien se lo sopló a Franco, y en un Consejo de Ministros soltó la advertencia: «Sean más cuidadosos con sus sueldos de ministros. No dan de sí para que sus mujeres los pierdan en un casino francés».
Años más tarde, en Marín, con Don Juan De Borbón, visité el «Azor», que se hallaba atracado a popa del «Giralda». Lo había visto en tantas ocasiones en la bahía de San Sebastián que me pudo la curiosidad. Y en su interior, también era un barco tirando a feo. La cámara de Franco era angosta, con una cama estrecha y un espacio en el que apenas encajaba una pequeña mesa, similar a la de su mujer. En la mar dormían separados. Peces de cristal y decoración muy mejorable. En la proa, un pequeño cañón con el que arponeaban a los cachalotes que desembarcaban en Pasajes. El Rey apenas lo utilizó, y su último navegante con derecho fue el Presidente Felipe González, que lo llevó al sur, a las costas de Cádiz y Huelva, Doñana a la vista. No obstante, el «Azor» fue un barco atlántico y cantábrico, nada airoso, con el puente muy alto, y una gran bañera de popa en la que Franco recibía a las tripulaciones vencedoras en la regata de traineras de La Concha para entregarles la Bandera de España, premio que conquistaba casi siempre, la trainera de los remeros amarillos de Orio.
Su perfil encajado en la meseta era desolador. Los perros se aproximaban a su casco para alzar la pata, y el canto de los grajos en nada recordaba al antipático tono de las gaviotas, que dicho sea de paso, son más malas que mandadas a hacer de encargo. Los barcos, cuando se acaban sus días en la mar, piden ser desguazados, no humillados. Un barco no es culpable de nada, y el «Azor» que nació en 1949, era ajeno a los amores y los odios que su presencia despertaban.
El «Azor» fue escenario de encuentros históricos, como el de Franco con Don Juan, a pocas millas al norte de San Sebastián, para tratar acerca de la educación del Príncipe, hoy El Rey, en España. Don Juan navegó hasta el «Azor» en «El Saltillo» de los Galíndez, del vizcaino Real Club Marítimo del Abra, en el que el Conde de Barcelona cumplió su travesía de ida y vuelta por el Atlántico. Hoy, «El Saltillo» pertenece a la Escuela de Náutica de Bilbao, y el «Giralda» a la Escuela Naval Militar de la Armada en Marín.
Creo que la idea de convertir en una masa artística y opinable al «Azor» ha sido un acierto. Un barco prisionero en la tierra resulta patético. De cadáver herrumbroso y desconchado a obra escultórica. Los hierros no hablan, ni opinan ni sienten. Mejor en el museo que entre cabras.
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