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Noches de hospicio
Hace algunos días, un psicólogo dijo en la radio que los niños que hace años se arrullaban a sí mismos para conciliar el sueño, lo hacían como consecuencia de tener un pasado aún reciente en el hospicio, donde era reglamentario que nadie se molestase en acunarles. No habiendo estado nunca en una de aquellas instituciones, la verdad es que me arrullé durante muchos años esperando a que me venciese el sueño y aún ahora me consta que lo hago con frecuencia mientras duermo. Me causó mucha alegría lo que dijo el psicólogo porque una de mis mayores ilusiones infantiles era ser un hospiciano, un niño sin arraigo familiar, uno de tantos chiquillos tristes y genéricos en el dormitorio masificado del orfanato de San Domingos de Bonaval. Me tentaba la idea de imaginar que eran las joyas de mi madre desconocida aquel ruido del celador al pasar la llave de la puerta después de la cena. Esa idea del desarraigo y del hacinamiento me acompañaría el resto de mi vida. Muchas mañanas durante mi infancia me desperté esperando leer en el periódico de casa la noticia de que había estallado la guerra y reinaba el caos en la calle. Suponía que el pánico desorganizaría las familias y cada niño habríamos de buscar un sitio distinto en el que vivir, un trozo de pan que fuese un poco más blando que los dientes y el falso afecto circunstancial de unos padres nuevos a los que tal vez incluso acabase de emparejar la necesidad casi agropecuaria de sentir calor. No sé qué significación tendrá algo así para la psicología conductista, pero también recuerdo que de niño me hacía feliz la posibilidad de compartir sin remordimientos mi vida con los animales de las cuadras, tal vez porque en el fondo ya entonces intuía que a veces a los seres humanos desencantados les tranquiliza mucho la idea de tener los sueños de un muerto, la conciencia de un santo y la fisiología de un cerdo. A veces despierto en mitad de la noche y me doy cuenta de que me estuve arrullando. Y aunque mi madre vive y me consta que jamás estuve internado en el hospicio de San Domingos de Bonaval, la verdad es que cuando despierto así, me levanto de cama, prendo un cigarrillo en la penumbra y presiento que se acerca desde el fondo del pasillo, como una procesión de ferralla, el celador haciendo sonar la maraca de su manojo de llaves en el miriñaque muerto de las manos escuálidas y placebas de la madre que nunca tuve.
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