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ANÁLISIS: Una campaña en la cuerda floja por Michael Gerson

La Razón
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La premisa central de la competición por la candidatura republicana es facilísima de resumir: cualquier candidato que sea percibido como principal rival de Mitt Romney empata o le aventaja inmediatamente. La racha de Rick Santorum en los sondeos sigue los pasos de un precedente reciente. Su popularidad es casi la misma que la del ex candidato Rick Perry en su apogeo. Es un poco mayor que la del ex candidato Herman Cain en su momento álgido. Es ligeramente inferior a la del candidato Newt Gingrich en su esplendor. Pero Santorum no es solamente el más reciente de los rivales de Romney, es el más serio. Como cualquier aspirante que surge de pronto, es un folio en blanco sobre el que va a escribir la campaña Romney. Ya ha contratado importantes espacios publicitarios, que probablemente no vayan a mostrar rasgos positivos de la vida de Romney.

Sin embargo, éste va a ser incapaz de sacar tajada de la principal debilidad electoral de Santorum, es decir, sus incursiones puntuales e intermitentes en los conflictos ideológicos. Santorum se ha esforzado a la hora de cuestionar el papel de la mujer en el mercado laboral y cuestionar al Ejército, y pone el acento en su oposición en los anticonceptivos. «Una de las cosas de las que voy a hablar», decía en octubre, «que ningún presidente ha mencionado antes, es de los peligros de los anticonceptivos en este país». Hay una razón para que ningún presidente haya hecho esto nunca: que algunos de los conservadores morales más implacables de América, la gente firmemente antiabortista y comprometida con la protección de la libertad religiosa, considera que la medicina reproductiva puede llegar a ser moralmente admisible.
El candidato presidencial debe aspirar a liderar al país, no a ser el heraldo de un movimiento. El conservadurismo de Santorum tiene algunos defectos sin pulir, cosa que ha disparado la popularidad de Romney entre las mujeres. Pero es difícil para él mismo presentar su versión sin sonar a progre de Massachusetts. Sólo puede valerse de conocidos y plantear la polémica general en torno a la presidenciabilidad. Barack Obama no va a tener problemas con ninguno de esos límites. Romney ha entrado en una partida de alto riesgo con muchas expectativas.

Una derrota por la mínima en Michigan, unida a una victoria convincente en Arizona, sería probablemente algo restañable. Un buen número de actuaciones aceptables en el «Supermartes», junto a victorias claras en las primarias, ricas en apoyos de compromisarios, que se celebran ahora, como Nueva York o California, bastarían probablemente para convertirlo en el candidato. Pero una derrota humillante en Michigan haría pedazos la posición de favorito de Romney. En ese extremo, una ventaja monetaria no significaría gran cosa. El argumento puramente económico a favor de la inevitabilidad se traduce en que ningún candidato es inevitable. Cosa que subraya los problemas más profundos que reviste Romney.

A su campaña se le da muy bien la táctica. Se ha ocupado de cada rival, ha encontrado sus puntos débiles y los ha bombardeado con saña. Pero la candidatura de Romney sigue siendo escasa en cuanto a aspiraciones. Su atractivo entre la opinión pública, en este extremo, consiste en una combinación entre poner el acento en su experiencia del sector privado, criticar la trayectoria de Obama y tranquilizar a los conservadores. Es una campaña, pero no una causa.

 

Michael Gerson
Columnista de «The Washington Post»