Cataluña
Un experimento de laboratorio
Rodríguez Zapatero se dio a conocer como nuevo líder del Partido Socialista en 2000.
Estaba apoyado por una corriente que se llamaba Nueva Vía, una expresión que recordaba la Tercera Vía con la que Tony Blair había renovado el laborismo inglés. También llegó a acuerdos contra el terrorismo con el gobierno del PP. Todo cambió cuando llegó a la presidencia del Gobierno, después de los ataques del 11-M.
Continuismo y fracaso
En la economía, Rodríguez Zapatero se abstuvo de poner en práctica políticas socialistas. Fue subiendo los impuestos, eso sí, y reanudó las relaciones con los sindicatos de clase, en particular con UGT, relaciones rotas desde tiempos de Felipe González. Pero no hubo expansión exagerada del gasto público ni excesivo intervencionismo. En esa primera legislatura, Rodríguez Zapatero vivió de la herencia de reformas realizada por González y luego por Aznar. Así consiguió un crecimiento medio del 3,6 por ciento durante aquellos años.
Eso no le llevó a conseguir la mayoría absoluta en 2008. Éste fue el primer gran fracaso de Rodríguez Zapatero. Nunca consiguió el apoyo de una coalición social que respaldara su política. ¿Por qué? Porque Rodríguez Zapatero no gobernó nunca para un país real, sino para hacer realidad un sueño radical: el de un país supuestamente de izquierdas… en el que la izquierda no ha conseguido la mayoría absoluta desde 1986, hace 25 años.
Movilización permanente
Desde el principio, Rodríguez Zapatero gobernó para contentar a sus electores y para movilizarlos en contra del adversario político, al que ha considerado su enemigo y al que ha intentado sistemáticamente deslegitimar, equiparándolo, hasta el último momento, con el autoritarismo. Como para sus queridos republicanos de izquierda, los de la II República, para Rodríguez Zapatero sólo era democrático quien aceptaba sus postulados ideológicos. Era algo lógico en quien, como él, ha sido heredero de una antigua línea de pensamiento según la cual la nación española es, como él dijo, una idea discutida y discutible. Si la nación española no existía, no había por qué respetar al adversario político y los «cordones sanitarios», los «Nunca más», era instrumentos legítimos.
Rodríguez Zapatero habrá sido de los pocos presidentes de Gobierno que hayan negado la existencia de su propia nación. Parece –y es– descabellado, pero eso explica la voluntad de crear una nueva España contando únicamente con la izquierda y con los nacionalistas, a ser posible con los nacionalistas radicales. El intento de «batasunizar» la política española fracasó en Galicia, fracasó en Cataluña y sólo habrá tenido éxito en el País Vasco… a costa del Partido Socialista. También eso explica la perpetua negociación con la ETA, que ha acabado, por ahora, con su vuelta a las instituciones democráticas. En ninguna democracia avanzada gobierna, como ocurre en tantos lugares del País Vasco, un partido proterrorista. Es uno de los principales capítulos del legado de Rodríguez Zapatero. En el mismo apartado están los «indignados», okupas por encima de la Ley y mimados por Rubalcaba.
El legado republicano
La movilización ideológica como medio de conservar el poder llevó a Rodríguez Zapatero a otro proyecto utópico. Así es como quiso rectificar la historia de España, lo que le llevó a socavar los consensos sobre los que se había basado la Transición y la Monarquía parlamentaria. Para Rodríguez Zapatero, había que refundar la democracia española sobre unas bases distintas. Éstas exigían la depuración de cualquier elemento que recordara los tiempos de Franco. Ésa fue la base ideológica de la llamada Memoria Histórica. En vez de continuar el trabajo de reconciliación iniciado por los españoles después de la Guerra y mantenido por los dirigentes políticos desde 1975, Rodríguez Zapatero volvía a entronizar, como Franco, como la II República, la confrontación como elemento básico de gobierno. La convocatoria de unas elecciones el 20 de noviembre perpetuará para siempre esa identificación íntima.
Esta ofensiva en el terreno ideológico –acompañada de leyes como la de la liberalización del aborto– ha desencadenado en nuestro país una auténtica «guerra cultural», sin parangón en ninguna democracia europea. Eso explica el clima de crispación y enfrentamiento que Rodríguez Zapatero deja como legado, y también su fracaso a la hora de conseguir una mayoría absoluta en 2008. Gobernar desde la franja lunática y extremista puede salir rentable a corto plazo, pero en democracia es imposible mantener esa línea mucho tiempo.
La crisis como oportunidad
La crisis económica de 2008, sistemáticamente negada, fue al fin reconocida… como una oportunidad. En vez de amoldarse a los usos del capitalismo, Rodríguez Zapatero iba a poder reformarlo y reivindicar las políticas de intervención y de expansión del gasto público. El resultado ha sido el final desastroso de un largo ciclo de prosperidad, con cifras de paro desconocidas desde los años 90, la puesta en peligro de los servicios sociales del Estado de bienestar e incluso la puesta en riesgo de instituciones europeas, como el euro. España, como comprendió Rodríguez Zapatero el 9 de mayo de 2009, no podía convertirse en el laboratorio aislado de su sueño izquierdista.
Así llegaron las rectificaciones, improvisadas y contradictorias con su retórica anterior. Estas rectificaciones llevaron a la pérdida de las elecciones el 22-M y han dejado al PSOE en situación crítica. Ahora, el enfrentamiento se ha trasladado al interior de su propio partido. Antes de ganar unas nuevas elecciones, el PSOE habrá de someterse a un serio debate para salir del estado en el que lo deja Rodríguez Zapatero.
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