Historia

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Espuma de cordero

La Razón
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Mis amigas Emma y Susana me invitaron una noche a cenar juntos en un restaurante vanguardista de Compostela al que acudían casi en peregrinación los políticos de pelaje más variado y un puñado de esos artistas que se sabe que lo son porque lucen el fular mejor que sus parejas. La gente hablaba tan bajito que ni siquiera movían con su aliento la llama de las velas. Mis amigas ordenaron de inmediato que les sirviesen algo que estaba en otro idioma. Yo le eché un vistazo a la carta y me di cuenta de que de todo lo que allí había escrito a duras penas entendía el precio. En la duda de no acertar con algo que fuese de mi gusto y para no provocar la impaciencia del camarero, señalé con el dedo una de las líneas del menú. Entonces el camarero se inclinó discretamente a mi lado y me susurró al oído: «Eso que señala usted es un verso de Paul Verlaine, señor». Me rehice del espantoso ridículo como pude y le pregunté si en medio de aquella parrafada en otros idiomas había por casualidad algún manjar que en vida hubiese tenido patas. El camarero asintió con la cabeza y al poco rato dejó la comanda delante de mis narices, sobre la mesa, con una espumosa reverencia de coreógrafo: «Su cordero, señor», me dijo con indisimulada y cosmopolita satisfacción. El cordero era un pastel verde y anaranjado, flácido, untuoso, que en cualquier sanatorio antituberculoso habría sido una flema de la tisis. A lo largo del plato cruzaba el cordero el trazo amarillo de algo que a mí me pareció vaciado por presión del interior del abdomen de una mosca gigante. Iba a llamar al camarero para quejarme por el exceso de color y la ausencia de cordero, pero desistí para no dejar en mal lugar a mis amigas. Me molestó su pasividad y aquel conformismo acorde con la cordial resignación de los otros comensales. Pero me limité a mostrar mi enfado en un inútil arranque de dignidad: «¿Es que no os dais cuenta de que en el parabrisas del coche dejan cada día gratis las palomas raciones como las que estamos comiendo? Esta tarde he estado en el Museo de Arte Contemporáneo y he visto colgado en la pared algo con el mismo aspecto que lo que ese tipo nos ha puesto para cenar. ¿Y qué hago con todas estas hierbas de colores? ¿Se comen o sólo se comentan? Ese tipo me prometió que me daría algo que hubiese estado vivo alguna vez. Me ha mentido. Joder, ¿desde cuando tiene patas la espuma?». Casi no probé bocado, e hice cuanto pude para precipitar el final de la velada. Luego pensé que una crema como aquel cordero la utilizaban los subalternos en los quirófanos para afeitarles el pubis a los pacientes.