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Lana Worcester (I) por José Luis Alvite
Aveces lo mejor que puede hacer un hombre para no complicarse la vida es demostrar que es lo bastante inteligente como para que no se note que lo es. Un tipo de buena familia me dijo que si bien la cultura es útil para prolongar innecesariamente cualquier conversación, si lo que uno pretende es impresionar a quien acaba de conocerle, lo mejor será que durante la cena haga una exhibición de lo bien que maneja la variada cubertería extendida sobre la mesa alrededor de la vajilla. «Observa a los de mi clase –me dijo– y enseguida te darás cuenta de que almorzamos con cierta desgana, como si en nuestro caso la necesidad de comer fuese algo de mal gusto. Los de mi posición no reconocemos la existencia del esófago. Como dice mi amiga Lana Worcester, nosotros tenemos el metabolismo de nuestros retratos. Las prisas descomponen mucho la figura y producen cierta sensación de desconcierto. ¿Por qué crees que nosotros jamás nos vestimos con prendas que no lleven botones? Calma y discreción, muchacho, eso es lo que conviene. Y las palabras justas para que jamás sepan de verdad como eres. A la gente le fascina que parezcas más complicado que la mecánica de tu automóvil. Créeme, amigo: Vivimos en un mundo de apariencias en el que las ideas que puedas tener importan menos que las cosas que puedas comprar». Me consta que mi amigo era inteligente, pero como tenía dinero no había sentido nunca la necesidad de demostrarlo. Ni siquiera tenía que demostrar emociones para causar cierta impresión. Si no fuera porque conocí a sus padres, juraría que mi amigo rico era el inesperado resultado genético del cruce de dos muebles «Chippendale» de la casa de campo que sus padres tenían en uno de esos lugares de Escocia en los que el fuego de la chimenea arde a quince grados e incluso los galgos evitan darle alcance al croquis biselado de su aliento.
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