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Perros que no ladran
Llevaba muchos años trasnochando, estaba realmente cansado, mis emociones ya no daban para más y pensé que lo mejor sería detener la marcha, replegarse y volver a casa. Así lo hice y permanecí retirado del ruido durante algún tiempo, hasta que una noche volví a las calles y me di cuenta de que ya nada era como antes. Algunos de mis amigos habían muerto, otros habían cambiado de costumbres y los que quedaban de antes no seguían allí porque aquel fuese el mejor lugar del mundo, sino porque habían perdido de vista la realidad y ya no tenían a dónde regresar. La clientela del bar se había renovado igual que la mala calidad de las películas había rejuvenecido en pocos años las colas de los cines y los accidentes de carretera habían hecho lo mismo con los cementerios. Al tipo que había sustituido a mi barman de siempre le pregunté qué diablos había sido de la música que solía escucharse allí apenas dos años antes, «ya sabes, los cantantes de siempre, los viejos vinilos... las canciones que le daban sentido a nuestros errores y nos enseñaron a beber con calma». Me dijo que la música de antes sólo se ponía a deshora, cuando a punto de amanecer bajaba la clientela y sólo quedaban en la barra los cinco hombres y tres mujeres que aún se aferraban a la idea romántica de no morir en cama. También me dijo que la clientela de ahora era toda muy homogénea y que ya era impensable que volviesen los buenos tiempos, como cuando el barman anterior me comentaba con admiración que no había en aquel local dos personas que compartiesen el correo, pensasen igual y vomitasen lo mismo. Pregunté por varias personas y en los casos en los que el barman no me dio malas noticias fue porque me las dio peores. «La clientela de ahora es quince años más joven que la que había entonces –me comentó–, así que ni tienen la experiencia de aquella gente, ni aquellas conversaciones que arrastraban sin prisa el tiempo y tiraban lentamente de las copas». Perdido entre la gente estaba a dos metros de la barra mi viejo amigo R., que fue boxeador y director de banco, un tipo resistente y bregado al que solo le hacían daño las copas que no tomaba. Se alegró de verme. «Esto se acaba, amigo –me dijo– porque ya no queda en la noche gente como aquella, ya sabes, hombres y mujeres que, como me dijiste en una ocasión, incluso cuando blasfeman dicen algo que valdría la pena recordar». Después salí a la calle. Era tan tarde que empezaba a ser temprano. Me fijé en que ni siquiera en las basuras había perros como antes. Y pensé que eso se debía probablemente a que los muchachos que salen por la noche ni siquiera vomitan cosas por las que a un perro le merezca la pena ladrar.
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