Fotografía

El otro desfile por Francisco Martínez

La Razón
La RazónLa Razón

Acabada la ceremonia inaugural, algo larga, pero bonita, impresionante, con los españoles de nuevo asumiendo cierto protagonismo: se dispersaron, rieron, se pusieron casi en fila india y unas señoras y unos señores de negro entraron a la pista de atletismo para pedirles que se dieran prisa, que estaban haciendo cola y los de detrás casi tenían que pararse. Los deportistas tampoco hicieron mucho caso, era una fiesta que para muchos continuó en la Villa Olímpica, y, llegado el momento de colocarse, muchos se equivocaron de camino y los hombres y mujeres de negro parecieron enloquecer para indicarles el camino correcto. Era casi la una de la mañana. Terminó un desfile y empezó otro, esta vez sin abanderado: el del regreso a casa de 60.000 personas, casi todas en tren o en metro. Todo bien organizado, pero era imposible que no fuese un caos. En esta ocasión no hubo señores de negro, hubo voluntarios subidos en sillas altas, a lo árbitro de tenis, con altavoces que mandaban por la salida uno a los que fuesen en tren, por la dos a los del metro, por aquí a los que iban al centro, por allí a la periferia... Perdían la paciencia ante las innumerables preguntas de la gente, gritaban, lo que hacía que el inglés apenas se entendiera. Con perdón, y, aunque quizá no sea la mejor comparación, daba la sensación de que era un campo de refugiados o una situación de emergencia. Sólo faltó el sonido de los aviones o de las alarmas. Se oyeron los pasos de la muchedumbre y por encima de ellos, el murmullo difuso que salía de los altavoces. Pero las caras no eran tristes. Al revés. El espectáculo visto antes había merecido la pena, aunque tocó dormir poco.