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Navidad por Luis Emilio Pascual
Los seres humanos nos acostumbramos rápidamente a todo. Los creyentes, si nos despistamos, nos podemos acostumbrar a sabernos amados por Dios, y esto no es bueno porque perdemos la sorpresa de la maravillosa y desbordante acción de Dios en cada acontecimiento. Y corremos el peligro de acostumbrarnos a celebrar la Navidad. La costumbre produce monotonía, cansancio, búsqueda loca de inventar cosas nuevas para no perder el aliciente festivo. Sin embargo la Navidad es algo serio, grande. Es la maravilla de las maravillas: es Dios que se hace hombre, para que un día el hombre sea divinizado y acceda a la contemplación del rostro de su creador y, con ello, a la felicidad plena: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3, 16).
Navidad es «misterio». Os invito a orar la Navidad con la Biblia en las manos. Y es que… Navidad es un «misterio de pobreza» (Lc 2, 6): sólo si nos acercamos a este niño con corazón de pobre, podremos descubrir y valorar la gran riqueza de vida que ha venido a traernos. Navidad es un «misterio que reclama la fe» (Lc 2, 16): con los ojos del cuerpo, los pastores sólo ven a un niño como los demás, que llora, duerme, necesita alimento... Pero con los ojos de la fe, adivinan en él la presencia del Señor, es el Salvador. Navidad es un «misterio que invita a la contemplación» (Lc 2, 19): como María, a través de la oración, debemos conservar y meditar en el corazón el gran don que Dios nos hace, así llegaremos a descubrir y vivir toda su grandeza y profundidad.
Navidad es un «misterio de amor» (1 Jn 4, 9-10): quien ama de veras no se limita a dar cosas, sino que llega a darse a sí mismo; quien ama de veras no espera a que sea el otro quien dé el primer paso de darse, sino que es él quien toma la iniciativa. Navidad es un «misterio impregnado de humildad» (Flp 2, 6-7): sólo acercándonos con la sencillez y la humildad de los niños al Niño de Belén, llegaremos a descubrir y vivir el gran misterio de amor que impregna toda su vida.
Hace dos mil años la Navidad no olía muy bien que digamos, no «olía a rosas» precisamente.
María tuvo que dar a luz en un lugar nada bucólico, porque no había sitio en la posada (Lc 2, 7)… Allí olía a exclusión, a pobreza, a humildad, a ocultamiento, a pequeñez. Como mucho, lo único que podía disimular un poco el «tufo» eran el incienso y la mirra que trajeron los magos de Oriente. Pues allí… entre olores de ovejas, bueyes y mulas, nació el Hijo de Dios, vino al mundo la mejor de las «esencias», en el pequeño «frasco» de un bebé. Como solemos decir, allí «olía a humanidad», pero en el fondo es justamente eso: olía a verdadera Humanidad.
Vivamos y celebremos con fe profunda y sincero agradecimiento esta Navidad
¡Feliz Navidad!
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