Ciudad Juárez
Bolaño frente al espejo
Roberto Bolaño. El escritor A. G. Porta todavía lo recuerda: joven, pero con la muerte desarbolándole prematuramente la figura. «Permanecía triste y estaba muy cansado». Fue unos meses antes de su fallecimiento. Ya no era el de atrás, cuando la edad no contaba y la literatura se acariciaba desde los sueños. «En los primeros años era un "sin papeles". Tenía los empleos que podía. Era un chileno refugiado. Siempre buscaba determinados trabajos.
Aquellos que le permitieran mantener la cabeza centrada en la escritura y apenas le distraían». El propio Bolaño tenía una expresión para definirlos: «Oficios de sudaca». Desgastó las noches estivales como guardián nocturno del camping Estrella de Mar, por Castelldefels o por ahí, y más adelante, cuando era ‘‘legal'', como empleadillo en las tiendas de bisutería de su madre». Toda creatividad requiere de su propio vagabundaje. Él encontró el que necesitaba para dar medida de su talento. «Era el relevo, el de los grandes, tío –dice alguien de la redacción–. Un tipo que dominaba el lenguaje de una forma acojonante».
Por admiración a Marsé
Venía de allá, de la otra orilla continental, con la vocación de la literatura adherida a la piel como una vieja maldición sin resolver, y se instaló en Blanes, cuentan, por admiración a Juan Marsé. Había decidido hace tiempo jugarse el destino a una sola carta. La gloria de un partido entero al azar de un tiro libre. «Era el nuevo paradigma del escritor latinoamericano diferente al "boom". Apostó por estructuras y temas distintos; reunía la tradición europea y la norteamericana, y las transmitía en una lengua propia. Su muerte temprana, su leyenda, su juventud puede que le conviertan en un mito pop», explica el crítico Ignacio Echevarría, cuando intenta explicar este «boom» personal: ventas, reconocimiento y éxito incluido en la cuna de todos los imperios: Estados Unidos. Él dirige el curso dedicado al autor de «Los detectives salvajes» que hoy comienza en la Casa de América de Madrid. No es un homenaje, advierte, sino una forma de ahondar en su legado.
A. G. Porta insiste en el pasado. En la memoria como una manera de fidelidad al amigo. «Pásabamos juntos tardes enteras. La mitad de ellas sin hablar, tomando un café, más tarde un té o una manzanilla. Junto al mar. No se racionaba y se pasaba todas las veladas redactando. Sobre todo al final. Un día le llamé para que bajara. Íbamos a la presentación de una de mis noveles. No había dormido. Se lavó la cara y ya está. Esa era su manera de vivir:
escribiendo. Se vaciaba». Echevarría, mientras, intenta responder a otras preguntas. «¿Por qué gusta hoy...? Quizá es su estilo personal, el encanto de una escritura, tono de un novelista.
La importancia que juega en él la vanguardia, la poesía y la revolución. Existe un romanticismo en sus libros. Unas categorías que reactiva desde los parámetros de las utopías». Intercala una pausa. Se le pide precisión y Echevarría contesta: «Tiene el sentir solidario de una generación que creyó en la revolución, en la utopía política y de estética vanguardista. Y se estrelló. En sus libros es muy rastreable ese canto perpetuo a la generación perdida. Hay una épica de la derrota en los temas que toca siempre. Fue uno de los primeros descreídos de los ideales de izquierda y de dónde llevaba, pero también existe un canto elegíaco de la revolución».
Antepuso la devoción a los deberes que la sociedad nos dicta desde pequeños. «Con el dinero que ganaba durante el verano pagaba el alquiler del resto del año y con lo que obtenía los fines de semana en invierno, salía hacia adelante. Vivía en la escasez, pero eso le permitía escribir», revela Porta.
En sus palabras se le adivina la sonrisa al recuperar una anécdota, un detalle que le viene de repente, como un destello. «¡Hacía novillos en la escuela para ir a leer! A mí no se me habría ocurrido en la vida hacer eso. Me habría largado al billar. Pero él dejaba de asistir a las clases para ir a una librería, robar algún libro y marcharse a un parque para leerlo. No conozco a nadie que haga eso. Después vivió espartanamente. Con esa manera de vida logró escribir más y leer más que todos nosotros. Cuando los demás comenzábamos a despuntar, él ya tenía una prosa de mayor calidad y personalidad, que era lo que todos los demás perseguíamos».
Como un samurái
Jorge Herralde, editor de la obra del chileno en Anagrama, cree que «desde ‘‘Cien años de soledad'' no ha ocurrido un fenómeno comparable en la literatura española en Estados Unidos». Herralde apostó por él en 1996 con la publicación de «Estrella distante», cuando era un escritor con apuros económicos que luchaba como un «samurái» con la literatura, sabiendo que siempre se pierde, según definición del propio Bolaño.
Ignacio Echevarría recuerda al Bolaño más voraz. El lector compulsivo que se desperdigaba en géneros y estilos diferentes, haciendo de su biblioteca un cruce de caminos de diferentes tradiciones, géneros y sensibilidades. «Revitaliza nociones, despierta palabras olvidadas y lo hace en unos libros que son muy aventureros, jugando con la escritura. En ellos se reconocen diversas lecturas: la ciencia-ficción, la novela negra, la poesía, la música rock. Como escritor no tiene un ingrediente nuevo, pero las proporciones en las que mezcla todo eso dan otra cosa, algo diferente». Porta se ríe cuando se le subrayan algunas aficiones extrañas en un autor al que va arropando el prestigio con cada título que saca en la calle: «Es cierto. Veía mucho la televisión. Las series, los concursos. Si lo piensas bien es lo que debería hacer todo escritor profesional. Desde el primer momento te hablaba de fútbol, de las telenovelas. "¿Cómo es que no ves esta serie?", te preguntaba. "¿Cómo no reconoces este personaje?". Se sabía las películas buenas, pero también, y era lo preocupante, las malas».
En su obra pesa «2666», una autopista literaria. Una ruta hacia los horrores de Ciudad Juárez. Una proeza intelectual, pero también física. «Escribía contra el tiempo que le conducía a la muerte –dice Echevarría, que critica que el mérito de la difusión de EE UU pertenezca a un solo agente literario o a una editorial en particular–. Quizá de una manera muy consciente, por su gravedad, el libro, puede que lo que diga sea objetivable, está empapado por ese sentimiento. Tiene esa tensión con la veracidad, con la brutalidad que existe en esa ciudad de México. Posee la sensibilidad para identificarse con el dolor, con el tráfico de la muerte». Porta evoca aquellas semanas en que la literatura mantuvo un pulso con el resuello: «Hay que tener una capacidad impresionante para abordar una obra de estas características. Lo veía fatigado, pero, a pesar de eso, fue capaz de armar "2666"». Fueron los últimos instantes. «Un día acudimos mi hijo y yo para ayudarle con una mudanza. La distancia entre los dos despachos eran trescientos metros a pie. Él no llevaba nada y ya al segundo paseo se encontraba agotado. Su enfermedad estaba en un estado avanzado». Pero Bolaño aguantó todavía dos meses más. Los que necesitaba, quizá, para un punto final.
EL DETALLE: «La batalla futura», retrato íntimo de escritor
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