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La Razón
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Escribo esta columna sentado en uno de los asientos de terciopelo rojo del café La Concepción en Segovia, mirando por sus cristales a la Plaza Mayor. La ilusión de inmediatez es importantísima para las columnas que redactamos los de nuestro oficio. Sin embargo, las entregamos horas, días e incluso, a veces, semanas antes de que se publiquen. O sea, que no sabemos nunca (puesto que la vida es azarosa) dónde andaremos cuando salgan, si alguien las recibirá o incluso si estaremos vivos para verlas publicadas. Me han traído aquí asuntos musicales pero, de paso, veo el festival de títeres «Titirimundi», que se ha consolidado como una cita ineludible de esa disciplina. Las marionetas pueden parecer una cosa banal, ínfima, pero lo cierto es que esta ciudad ha sabido tratar, desde el punto de vista comercial, con los pequeños formatos culturales que otros lugares desdeñan de una manera prepotente. Ese formato modesto y controlable permite que todo suceda en la calle, en un entorno gentil, a escala humana, al otro lado de estos ventanales desde los que estoy mirando. Los artistas callejeros (músicos, actores, titiriteros) gozan de una ventaja con respecto a los escritores: tienen una relación directa e inmediata con su público, al que, casi literalmente, pueden tomarle el pulso. Por supuesto, desde estos ventanales, uno también siempre termina detectando entre la gente al típico ciudadano un poco cenizo a quien molestan estos despliegues de expansión callejera. Nunca se sabe a ciencia cierta qué es lo que le irrita de toda esa algarabía. No se da cuenta de que, gracias a ella, quizá podrá escuchar algún día la danza que bailaron sus padres el día de su boda (suponiendo que sea el fruto de dicha unión, cosa que dudo). ¿Qué es lo que quiere? ¿Que encerremos a todos esos titiriteros? Calle, hombre, calle.