Crítica de libros
Flores de lupanar
Aunque no dudo de que en cualquier momento pueda cambiar de opinión, creo haberme dado cuenta de que mi dedicación a la escritura es la evidencia de que hubo antes otras cosas que no estuvieron a mi alcance o no se me dieron bien. A veces la vocación surge como consecuencia de haber fracasado en otros empeños, como me ocurrió a mí con el deseo juvenil de ser boxeador y las posteriores ilusiones de ser alguien en el crimen organizado, ganar una medalla por cobarde en una guerra o regentar una casa de lenocinio. Pensé entonces que la literatura podría ser un paliativo moral de mis malos hábitos. Sin renegar jamás de los años infantiles en los que me santiguaba mojando cada domingo los dedos en la pila del agua bendita, comprendí que había una dimensión de la vida que como de verdad se percibía era enjuagando la cara con el consomé tordo y glandular de la palangana en la que se hubiesen aseado de madrugada las fulanas en cualquier burdel del barrio chino. Reconozco que no me costó trabajo adaptarme. A fin de cuentas, no puede ser que la conciencia de un hombre se perjudique por usar en su higiene el agua fisiológica, sobada y culposa con la que se espabilan de madrugada en la penumbra las orquídeas ciegas de los lupanares. Ahora sé que la literatura me ha servido al mismo tiempo para pagarme la comida y para aliviar la conciencia. Me conformo con la relativa seguridad de haber descubierto que a veces un éxito sólo consiste en acertar con la sintaxis al contar un fracaso. A fin de cuentas, también hay literatura en darse cuenta de que las flores del lupanar incluso son hermosas aunque huelan a pescado.
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