Rusia
Sofía y León Tolstói en la guerra y la paz
El autor tuvo al final de sus días una relación tormentosa con su mujer al chocar la vida conyugal con sus nuevas convicciones.
Tolstói glosó su época, su siglo, ese paisaje humano –todo paisaje en la novela es humano o no es, no interesa– que era Rusia. Sus Rusias, porque no existía una, sino varias. La de las ciudades, con sus aristocracias y Annas Karéninas burladas, plantadas, que rehuía; y la del campesinado sin tierra, pobre, que conoció en Iásnaia Poliana, su residencia. Al viejo león, en sus últimos días, le venció la conciencia, la moral. El fardo de las convicciones, que es un morral pesado, incómodo de llevar. Las ideas, que son como una lluvia fina que lo empapa todo, acabó arrastrando los sentimientos. Sobre todo los afectos ajados, sobados, asendereados por el día a día, por la vida en común, y que ya no representaban novedad, intensidad, emoción, que es lo que les da latido, pulso. En todo gran escritor hay oculto un personaje, una ficción. En Pío Baroja relucía en esa boina sucia, con tiza de su pensamiento sin gramática. En Valle-Inclán esa «terribilitá» de don Juan Manuel Montenegro con la que disfrazó su brazo de menos, el preciosismo de su prosa moderna. En Tolstói, el personaje asoma en esa barba poblada, deshilachada, que recuerda a ese Cronos/padre del Prado, al «Moisés» que habla con su mirada de cincel en San Pietro in Vincoli.
El escritor ya era más profeta, más premonición. Defendía un pacifismo anticipatorio en una Europa que devenía en nacionalismos y guerras. Criticaba la riqueza sin marxismos ni leninismos antes de que los rascacielos de las multinacionales nos trajeran este capitalismo absurdo. Esta idolatría sin valores, que no es más que una visión corrompida del progreso. Sofía, su mujer, jamás entendió este misticismo. No compartía sus camisas de agricultor sin tierra, ese predicar con el ejemplo, la necesidad de desprenderse de lo monetario, de lo que engendraba egoísmo y envidia. Ella, que arrastraba la educación de las urbe cosmopolita donde se hablaba francés y se bailaba, retrocedía ante las invectivas de su marido contra la aristocracia, la comodidad de la burguesía, contra el falso evangelismo de la Iglesia (el novelista fue excomulgado). La esposa, que durante años ha custodiado las llaves de la residencia de los Tolstói ve conspiraciones, alejamientos, suspicacias. Piensa que se le va a sisar la herencia, siempre la herencia, a ella, sobre todo a sus hijos –él pretendía donarla a otros, a los que no tenían nada o tenían menos–. El matrimonio es una escisión irreconciliable donde debaten impulsos contrarios: los monstruos de la razón y la razón de las vidas conyugales. Discuten. Se reconcilian. Es un vaivén. Entre ellos queda la cotidianeidad. El cariño hacia el compañero/com-pañera. Sofía lo admira. Su don, que no es más que escritura y perfección de escritura. Pero él quiere retirarse. Es un monje que huye. Moriría sin ella al lado en una estación de tren.
El viejo león
A León Tolstói no le gustaría esta sociedad del ocio, de las militancias incondicionales, ciegas, y la obsesión de la riqueza y la cosificación del hombre que se va adueñando de eso que llaman algunos el tejido social. En este siglo, auge de eso del actoraje y el futbolista como símbolos y encarnación de nuevos valores, el novelista ruso es casi un anacronismo, una veleidad para pocos. Ya no interesan los grandes. Se les ve como muy pasados. Nos conformamos con los pequeños, con la medianía. «No escribían para entretener a un pueblo ocioso y aburrido, sino para comunicar a sus lectores una experiencia de la vida». Lo comenta Mauricio Wiesenthal en «El viejo León. Tolstói, un retrato literario» (Edhasa), un librito enjundioso, espléndido, entre la evocación, los recuerdos, la admiración y el respeto, que aproxima al novelista ruso, a su entorno y sus inquietudes.
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