San Sebastián
Militares de 1931
E n las elecciones municipales de abril de 1931 no se dirimía el modelo de Estado, ni de gobierno, simplemente se llamaba a decidir la composición de todos y cada uno de los más de 9.000 municipios españoles. Y así lo entendían todos los republicanos, quienes habían puesto sus esperanzas en conseguir unos buenos resultados electorales para ir madurando a medio plazo una alternativa a la monarquía borbónica.
Los resultados parciales de los comicios fueron contundentes: 22.150 concejales monárquicos frente a 5.775 republicanos, aunque éstos últimos estaban localizados en las ciudades grandes y en las capitales de provincia.
La deserción del Rey
Cuando se iban conociendo los resultados de las elecciones, el entreguismo y la angustia de los colaboradores del rey Alfonso XIII hizo que a éste sólo le quedara la opción de aceptar una derrota que no se había producido y asumir que el pueblo español había perdido la confianza en él, algo que no era exactamente así. Los protagonistas de la descomposición del régimen de la Restauración fueron los propios ministros del gabinete del almirante Aznar, reunidos en consejo extraordinario el 12 de abril en el Ministerio de Gobernación.
Si la legitimidad del régimen republicano puede ser más que discutible por la forma de instauración del mismo, de lo que no cabe duda es que esa legitimidad vino a ser revalidada por el abandono personal y la huida del monarca, aconsejado por su camarilla de colaboradores –salvo algunas honrosas excepciones–, que en el fondo estaban hartos de la monarquía a la que servían y presentaron una rendición sin condiciones. Fue una maniobra verdaderamente indecente abandonar a su suerte a la mayoría del pueblo español, que, conviene resaltarlo, era monárquico, algo que podría considerarse una deserción en toda regla y una triste manera de perder la legitimidad dinástica para el Rey y para todos sus herederos.
Quizás uno de los factores clave del estado de frustración y depresión de Alfonso XIII y de sus colaboradores en la jornada del 13 de abril, fuera la actitud del Director General de la Guardia Civil, el militar con mayor prestigio en aquellos momentos: el general José Sanjurjo Sacanell. Es probable que los asesores y ministros regios no se hubieran precipitado al aconsejar al Rey su abandono si el general Sanjurjo hubiera garantizado que la Benemérita estaba con el régimen. La actitud pasiva de Sanjurjo para defender a la monarquía el 13 de abril, contrasta con la mantenida al día siguiente, cuando se presentó en el domicilio de Miguel Maura, vestido de paisano, y se puso a las órdenes del futuro ministro de la Gobernación y del presidente de la República naciente. El propio Maura escribió: «...después, el general abandonó mi casa dejando tras de sí un océano de comentarios entusiastas entre la muchedumbre que poblaba mi domicilio. A partir de ese momento, consideramos, como es lógico, plenamente ganada la batalla...».
La batalla incruenta de la que habla Maura no la ganó la República ni los republicanos: la perdieron en los salones y en los despachos los monárquicos. Ellos mismos dieron legitimidad a un nuevo régimen frente al agotamiento del viejo. No había que esperar ni un minuto más.
El general Berenguer, ministro de la Guerra, envió un telegrama a los Capitanes Generales y a las autoridades militares, en el que pedía mantener la calma. Con esa actitud, los jefes militares no tuvieron capacidad de reacción ante los acontecimientos. Callaron ante la falsificación electoral y otorgaron su beneplácito al nuevo régimen que se cargaba literalmente la Constitución de 1876, entonces vigente.
Reformas militares de Azaña
Los antecedentes de lo que podríamos denominar el «problema militar de España» habría que buscarlos en la propia historia de nuestra nación en el siglo XIX, un siglo de guerras, conflictos y pronunciamientos. Cuando en abril de 1931 se proclamaba la República, el Ejército heredado de la monarquía estaba sobredimensionado debido a los conflictos marroquíes, su material era anticuado y su estructura y preparación estaban más cerca del siglo anterior. Las reformas eran una asignatura pendiente, necesaria y urgente. Manuel Azaña, nombrado ministro de la Guerra, acometió desde el principio de su mandato una reforma militar tan necesaria como difícil y cuyos resultados no se puede decir que fueran los adecuados.
Pero quizás la primera pregunta que habría que hacerse a la hora de analizar su papel al mando del Ejército en el primer bienio republicano es: ¿por qué se eligió a Azaña para ese Ministerio? La respuesta no es sencilla pero podría ser una buena aproximación pensar que era el único de entre los líderes revolucionarios que firmaron el «Pacto de San Sebastián» que había tratado, aunque fuera de manera superficial, el tema militar.
Azaña había realizado en 1919 un trabajo que llevaba el título de «Estudios de política militar francesa», en el que era partidario de importar la organización militar gala y adaptarla a España. Entre otras ideas apuntaba: «...Abolir el sistema militar vigente es –para España– una cuestión de vida o muerte (...) la supresión del Ejército permanente traería para España la libertad...».
En 1931, Azaña puso en práctica alguna de las ideas que había apuntado años atrás configurando su nuevo modelo de Ejército. Era obvio pensar que los cambios serían difíciles de aceptar por muchos militares, pues las reformas que planificaba iban encaminadas, como primer objetivo, a depurar al Ejército de la monarquía, obligando a todos los militares a hacer «auto de fe» republicano. Los que no estuvieran en cuerpo y alma con el nuevo régimen, no podrían participar en él como militares. ¿Democracia? Es posible que muchos piensen que no.
Cabe hacerse una pregunta capital para desentrañar la madeja: ¿cuál fue el verdadero error de Azaña al ejecutar las reformas, si éstas eran tan necesarias en el Ejército español de 1931? Fue, sin duda, la falta de tacto a la hora de elaborar las reformas. Una falta de tacto que devino, en muchos casos, en una permanente humillación a los militares como institución; una humillación que sólo fomentó rencillas y agravios comparativos.
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