Brasil
El descrédito de los líderes
Un cierto desasosiego, desconfianza o irritación recorre Occidente. Aquellos líderes políticos que encarnan diversas ideologías o formas de vida han caído en el descrédito. Sus índices de popularidad son bajos, rozan la nada. Y ello incluye a personajes tan carismáticos como el presidente estadounidense o los recién llegados, conservadores y liberales, al gobierno británico, por no citar a Sarkozy, capaz de alcanzar un record de huelgas contra su política. Rodríguez Zapatero cambió su Gobierno con el apoyo de los restos de una socialdemocracia que se bate en retirada, acosada por los llamados «liberales» (que lo son en materia económica y social). Pero el desconcierto occidental no procede tan sólo de una sociedad del bienestar que parece resquebrajarse. Hay algo más profundo que es la edad de la jubilación lo que inquieta a las poblaciones. Es el fruto del cambio, del nacimiento de países emergentes en Asia y Latinoamérica y la incapacidad de conjugar las nuevas tecnologías y elevados sueldos con el trabajo elemental y peor pagado. No resulta ninguna novedad, en épocas de crisis, que las mayorías se tornen xenófobas, que retornen ideas que parecían abandonadas: la extrema derecha en impensables países europeos, el «tea party» en los EEUU, la nostalgia de un «mayo del 68». El ciudadano se aleja por miedo al otro, al distinto, al que viste o piensa de manera diferente a la suya. Lo entiende como «extraño». El pánico penetra en formaciones políticas equilibradas, nada sospechosas en períodos de bonanza y hasta en el conjunto de la población. No puede entenderse como un fenómeno inesperado. Cualquier sociólogo lo sabía ya y los políticos habrán de reorientar sus ideas para atajar un proceso tan inquietante.
La población mundial está transformándose mucho más rápidamente que los líderes que, en definitiva, debieran dirigirla. La impresión generalizada es que no están a la altura de otros que les precedieron. Tal vez no les falte razón. En los períodos de crisis excepcionales, como el que estamos atravesando, se precisarían hombres o mujeres también excepcionales, con nuevas ideas, independientes, capaces de explicar a dónde vamos, porque lo que nos consta es de dónde venimos. Añoramos un pasado reciente y no llegamos a intuir hacia dónde nos dirigen. El final del trayecto –y no existe tal final– debiera ser aquella anhelada luz que dicen que se vislumbra cuando finaliza el túnel. Cualquier previsión lo es aún a muy corto plazo. Las democracias se interpretan por períodos electorales. La clase política declama su papel para conseguir el poder o pasar a la penitencia de la oposición. Las crisis desgastan a quienes deben tomar decisiones. La Europa de la inteligencia, la cultura y el bienestar resulta marginada ante los nuevos países emergentes. Debemos estar preparados moral e ideológicamente ante la inevitable emigración que seguirá llegando desde África o desde el Extremo Oriente. Hemos prestado menos atención de la que merecían a los países latinoamericanos, más próximos, incluso por la lengua. Se cometen graves pecados en el vertiginoso proceso de globalización. Pasan y hasta conviven razas, religiones o ideologías junto a nosotros sin que les prestemos la debida atención. Rechazamos el multiculturalismo, pero hemos demostrado tan poca solidaridad, que el prestigio de las Naciones Unidas, que resultó eficaz tras el desgarre de la II Guerra Mundial en el pasado siglo, se escapa, como la arena, por entre los dedos. Debemos afrontar las crisis globales con instituciones improvisadas, ya sea el G-20 o la connivencia de las grandes potencias: EEUU, China, Japón, India, Brasil.
Ni siquiera los tres grandes europeos, Alemania, Francia y Gran Bretaña disponen de propósitos comunes, incapaces, como el resto de los países de la Unión, de superar los nacionalismos. Las medidas sociales, los recortes de gastos, la conciencia de sufrir una grave crisis no han conseguido forjar una estructura de poder compartido, común, capaz de enfrentarse a los mercados, salvo para abismarse en la conciencia de haber caído en la decadencia: «Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades», se dice. Sería oportuno que lo dijera Berlusconi. No se atreven los líderes a enfrentarse al movimiento de capitales, ni siquiera a acabar con los chiringuitos financieros o con la corrupción apenas oculta. En España, sea cual sea el gobierno, las necesarias pesquisas fiscales para detectar el fraude no se realizarán, porque supondría un desastre social aún mayor para la supervivencia de los débiles y de los poderosos. Alguien debería explicarnos cómo sobrevive el millón de familias que no perciben ingresos, o la emigración, en paro y sin recursos. Es fácil aludir a que el estado del bienestar europeo no es ya posible, que finalizó con el nuevo siglo. Conceder a la sociedad nuevos medios para sustituir lo que está en trance de desaparición resulta tan complejo que se prefiere achacar a los líderes escasas capacidades. La mediocridad cultural llega hasta los más altos niveles. ¿Nos faltan personalidades como De Gaulle, Shumann, Adenauer, Miterrand, Suárez o Felipe González? Ellos construyeron y crearon ilusiones, los de hoy deben hacer algo mucho más complejo: conservar y, a la vez, renovar. Pero, durante las crisis, las poblaciones pierden confianza en el futuro. Los líderes deberían tratar de forjar una ilusión colectiva, diseñar un futuro menos oscuro sin mirar atrás. No les favorece.
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