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La Justicia inexplicable por Luis del Val
Rafael Fernández García, alias «El Rafita», tiene el «honor» de haber participado en el crimen más horrible de la historia judicial española: la tortura y asesinato de Sandra Palo, una chica de 22 años con ciertas discapacidades intelectuales por las que acudía a un taller ocupacional. La historia es conocida: la secuestran, la violan en un descampado («para no manchar la tapicería del automóvil») y, cuando la pobre muchacha intenta incorporarse, la golpean con un palo en la cabeza, y es entonces cuando Rafita, que tiene 14 años, sube al coche y la atropella siete veces. A pesar de todo, la pobre chica todavía está con vida, algo que no pueden consentir sus violadores porque supondría el peligro de que les reconociese, así que se acercan a una gasolinera, compran combustible, rocían con el líquido a la agonizante y le prenden fuego. Es uno de los asesinatos precedidos de tortura más execrables que se conocen. Y a «El Rafita» no le fue mal: por su ensayo en machacar seres humanos con un automóvil sólo fue condenado a cuatro años en un centro de menores. Desde que salió a la calle ha hecho todo lo posible por ingresar en una cárcel de verdad, pero en España no entra en prisión cualquiera. Está acusado de 14 delitos: cinco robos con fuerza cometidos en Benalmádena, otros tantos en Madrid y Alcorcón, amén de otros tres robos de vehículos. El ex menor era uno de los delincuentes más buscados por la Policía, y lo lograron reducir esta semana dos agentes disfrazados de barrenderos. Lo consiguieron, a pesar de la gran resistencia física que presentó, y fue al juzgado, pero salió libre y sin fianza, merced a nuestra doctrina jurídica, según la cual nadie está en prisión preventiva por delitos menores. ¿Aunque sean catorce? Aunque sean cien. Mientras Rafita no vuelva a atropellar a una chica con intención de arrancarle la vida, y se dedique a robar enseres y automóviles, seguirá campando por calles y plazas a ver a quién despoja y en dónde desvalija.
Tiene orden del juez de presentarse cuando le requieran, pero ésa es una de las reglas que «El Rafita» se ha saltado a la torera cuando le ha salido del volante, como se saltó las normas de internamiento en el centro de menores y regresaba de los permisos en el momento en que tenía ganas. La visión que este hombre tiene de la sociedad no puede ser más permisiva, porque le hemos demostrado, con insistencia pertinaz, que puede acelerar lo que quiera. ¿Con qué moral los agentes volverán a investigar, cuando se produzca –total, otra más– la orden de busca y captura? ¿Y qué debe pensar la madre de Sandra cuando todo este disparate contraste con el recuerdo de su hija que, por cierto, aquel terrible día regresaba pronto a casa porque al día siguiente comulgaba su hermano?
Cuando la justicia tiene que explicarse no es justicia, y cuando el sentido común no entiende las explicaciones es que se están cometiendo un atropello y una iniquidad. Es plausible la intención de compadecer al delincuente y de intentar que se reinserte, pero es una estupidez suicida esperar a que otra inocente Sandra se cruce en el camino de este criminal para que, por fin, vaya a la cárcel.
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