San Francisco
Lea el principio del nuevo libro de María Dueñas
María Dueñas (Puertollano, Ciudad Real, 1964), doctora en Filología Inglesa y profesora titular en la Universidad de Murcia, actualmente en excedencia, irrumpió en el mundo de la literatura en 2009 con «El tiempo entre costuras». Traducida a más de veinticinco lenguas, esta novela se ha convertido en el gran éxito editorial de los últimos años. Ahora llega «Misión olvido», la historia de un viaje, de las segundas oportunidades, de los escritores españoles en el exilio... Un canto al optimismo.
CAPÍTULO 1
A veces la vida se nos cae a los pies con el peso y el frío de una bola de plomo.
Así lo sentí al abrir la puerta del despacho. Tan próximo, tan cálido, tan mío. Antes.
Y, sin embargo, a simple vista, no había motivo para la desazón. Todo permanecía tal como yo misma lo había dejado. Las estanterías cargadas de libros, el panel de corcho repleto de horarios y avisos. Carpetas, archivadores, carteles de viejas exposiciones, sobres a mi nombre. El calendario congelado dos meses atrás, julio de 1999. Todo se mantenía intacto en aquel espacio que durante catorce años había sido mi refugio, el reducto que curso a curso acogía a manadas de estudiantes perdidos en dudas, reclamos y anhelos. Todo seguía, en definitiva, igual que siempre. Lo único que había cambiado eran los puntales que me sostenían. De arriba abajo, en canal.
Pasaron dos o tres minutos desde mi llegada. Quizá fueron diez, quizá no llegó a uno siquiera. Pasó el tiempo necesario , en cualquier caso, para tomar una decisión. El primer movimiento consistió en marcar un número de teléfono. Por respuesta obtuve tan sólo la cortesía congelada de un buzón de voz. Dudé entre colgar o no, ganó lo segundo.
—Rosalía, soy Blanca Perea. Tengo que marcharme de aquí, necesito que me ayudes. No sé a dónde, igual me da. A un sitio en donde no conozca a nadie y en donde nadie me conozca a mí. Sé que es un momento pésimo, con el curso a punto de empezar, pero llámame cuando puedas, por favor.
Me sentí mejor tras dejar aquel mensaje, como si me hubiera desprendido del mordisco de un perro en mitad de una pesadilla espesa. Sabía que podía confiar en Rosalía Martín. En su comprensión, en su voluntad. Nos conocíamos desde que ambas comenzamos a dar nuestros primeros pasos en la universidad, cuando yo era aún una joven profesora con un escuálido contrato temporal y ella la responsable de nutrir un recién gestado servicio de relaciones internacionales. Tal vez la palabra amigas nos viniera demasiado grande, puede que su consistencia se hubiera diluido con el paso de los años, pero conocía el temple de Rosalía y estaba por eso segura de que mi grito no iba a caer en el fondo de un saco cargado de olvidos.
Sólo después de la llamada conseguí reunir las fuerzas necesarias para hacer frente a las obligaciones de aquel septiembre que acababa de arrancar. El correo electrónico se abrió como una presa desbordada ante mis ojos y en su caudal me sumergí un buen rato a medida que respondía a algunos mensajes y desechaba otros por trasnochados o carentes de interés. Hasta que el teléfono me interrumpió y contesté con un escueto soy yo.
—Pero ¿qué es lo que te pasa a ti, loca? ¿A dónde quieres ir tú a estas alturas? ¿Y a cuento de qué vienen estas prisas?
Su voz arrebatada me devolvió al vuelo la memoria de tantos momentos vividos años atrás. Horas eternas frente al blanco y negro de la pantalla de un ordenador prehistórico. Visitas compartidas a universidades extranjeras en busca de intercambios y convenios, habitaciones dobles en hoteles sin memoria, madrugadas de espera en aeropuertos vacíos. El tiempo había separado nuestros caminos y quizá el músculo de la cercanía había perdido vigor. Pero quedaba la huella, los posos de una vieja complicidad. Por eso le narré todo sin reservas. Con una sinceridad rasposa, omitiendo valoraciones. Sin lamentos ni adjetivos. Sin red.
En un par de minutos supo lo que tenía que saber. Que Alberto se había ido de casa. Que la supuesta solidez de mi matrimonio había saltado por los aires en los primeros días del verano, que mis hijos ya volaban por su cuenta, que había pasado los dos últimos meses intentando ajustarme torpemente a mi nueva realidad y que, al enfrentarme al nuevo curso, me faltaba la energía para mantenerme a flote en el mismo escenario de todos los años: para agarrarme una vez más a las rutinas y responsabilidades como si en mi vida no hubiera habido un corte tan limpio y certero como el de la carne atravesada por el filo de un cristal.
Con los noventa kilos de pragmatismo que conformaban el volumen de su cuerpo, Rosalía absorbió de inmediato la situación y entendió que lo último que yo necesitaba eran remedios compasivos o consejos con azúcar. No hurgó por ello en los detalles ni me ofreció su hombro mullido como consuelo. Tan sólo me planteó una previsión que, tal como yo anticipaba, bordeó en principio la crudeza.
—Pues me temo que no lo vamos a tener demasiado fácil, cariño—. Habló en plural, asumiendo de inmediato el asunto como algo propio de las dos. —Los plazos para cosas interesantes llevan meses cerrados —añadió— y a las próximas convocatorias de becas potentes aún les quedan unos meses. De todas maneras, dame un poco de tiempo, porque acabamos de arrancar hace tan sólo un rato y aún no sé si en las últimas semanas nos ha entrado algo nuevo, a veces llegan cosas sueltas o imprevistas. Déjame hasta última hora a ver si doy con algo y luego te cuento.
Pasé el resto de la mañana deambulando por la universidad. Firmé papeles pendientes, devolví libros a la biblioteca, tomé un café después. Nada me absorbió lo bastante, sin embargo, como para obligarme a permanecer paciente a la espera de la llamada. No tuve sosiego, me faltó el valor. A las dos menos cuarto golpeé con los nudillos la puerta entreabierta de su despacho. Dentro, oronda sin complejos y con el pelo teñido de color violeta, trabajaba Rosalía.
—Iba a llamarte ahora mismo— anunció sin darme siquiera tiempo a saludarla. Señaló entonces la pantalla con el dedo índice recto como un misil y procedió a desgranar las noticias que me tenía reservadas. —He rescatado tres cosas que no están del todo mal, han llegado a lo largo de las vacaciones. Más de lo que yo esperaba, para qué voy a mentirte. Tres instituciones y tres actividades distintas. Lituania, Portugal y Estados Unidos.
California, concretamente. Ninguna es una bicoca, ojo, en todas prometen sacarte bien la pringue y poco aportarían a tu currículum, pero menos da una piedra, ¿no? ¿Por dónde quieres que empiece?
Encogí los hombros mientras apretaba los labios conteniendo lo que tal vez podría haber llegado a ser una minúscula sonrisa: el primer atisbo de ilusión en demasiado tiempo. Rosalía se ajustó sus gafas de montura verde-chicle, desvió de nuevo la mirada hacia el ordenador y escrutó su contenido.
—Lituania, por ejemplo. Buscan especialistas en pedagogía lingüística para un nuevo programa de formación docente. Dos meses. Tienen una subvención de la Unión Europea y les exigen un grupo internacional. Y esto es lo tuyo, ¿no?
Efectivamente, aquella era, más o menos, mi área de trabajo.
Lingüística aplicada, didáctica de lenguas, diseño curricular. Por esos senderos llevaba caminando dos décadas de mi vida. Pero antes de sucumbir al primer canto de sirena, preferí indagar un poco más.
—¿Y Portugal?
—Universidade do Spirito Santo, en Sintra. Privada, moderna, mucha pasta. Han montado un máster en enseñanza del español como L2 y buscan expertos en metodología. El plazo termina el viernes, o sea, ya. Un módulo intensivo de doce semanas con horas de clase para parar un tren. No pagan mal, así que imagino que habrá solicitudes a punta de pala. Pero te respaldan tus muchos años en el tajo y nosotros tenemos un rollo estupendo con la Spirito Santo, así que igual no nos resulta demasiado difícil conseguirlo.
Aquella oferta parecía infinitamente más tentadora que la de Lituania. Sintra, con sus bosques y sus palacios, tan próxima a Lisboa, tan cercana a casa a la vez. La voz de Rosalía me sacó de la ensoñación.
—Y, por último, California—continuó sin despegar la vista de la pantalla. —Esta posibilidad la veo más en el aire, pero la podemos mirar, por si acaso. Universidad de Santa Cecilia, al norte, cerca de San Francisco. La información que tenemos es bastante escasa de momento: la propuesta acaba de entrar y todavía no he podido pedirles más datos. Aparentemente se trata de una beca que financia una fundación privada, aunque el trabajo se realizaría en la propia universidad. No ofrecen una dotación para echar cohetes, irías justita de money.
—¿En qué consiste, básicamente?
—Tiene algo que ver con una recopilación y clasificación de documentos, y buscan a alguien de nacionalidad española con grado de doctor en cualquier área de las humanidades.
Se quitó entonces las gafas y apostilló:
—Se supone que este tipo de becas está destinado a gente con menos nivel profesional que tú, por lo que irías sobrada a la hora de baremar candidatos. Y California, chica, es toda una tentación así que, si quieres, puedo intentar informarme algo más.
—Sintra— insistí rechazando el nuevo ofrecimiento. Doce semanas. Lo bastante quizá como para que mis heridas dejaran de escocer. Lo suficientemente lejos como para desvincularme de mi realidad más inmediata, lo suficientemente cerca como para volver con frecuencia si la situación diera tres saltos mortales y todo regresara a su cauce de una vez. —Sintra, sin dudarlo— rematé con rotundidad.
Media hora más tarde me marché del despacho de Rosalía con la solicitud electrónica enviada. Llevaba también mil detalles en la cabeza, un puñado de papeles en la mano y la sensación de que quizá la suerte, muy, muy de refilón, había decidido al fin ponerse de mi lado.
El resto del día transcurrió en una especie de limbo. Comí un sándwich vegetal sin hambre en la cafetería de la facultad, seguí trabajando por la tarde medio desconcentrada y a las siete asistí con ganas escasas a la presentación del nuevo libro de un colega del departamento de Prehistoria. Intenté escaparme en cuanto terminó el acto pero, sin fuerzas para negarme, unos cuantos compañeros me arrastraron con ellos en busca de una cerveza fría. Cuando por fin llegué a casa eran ya cerca ya de las diez. Antes de encender siquiera la luz, en la penumbra todavía, vi cómo el contestador automático parpadeaba insistente en una esquina del cuarto de estar. Recordé entonces que había apagado el móvil al empezar la presentación y había olvidado encenderlo a su fin.
El primer mensaje era de Pablo, mi hijo pequeño. Encantador, incoherente y difuso: con música estruendosa y risas de fondo, me costó trabajo entender sus palabras atropelladas.
—Madre, soy yo, dónde te metes... te he llamado al móvil un montón de veces para decirte… para decirte que... que no voy a volver esta semana tampoco, que me quedo en la playa, y que si... que si... que bueno, que luego te sigo llamando, ¿vale?
Pablo, murmuré mientras buscaba su cara entre los estantes de la librería. Allí estaba, fotografiado decenas de veces. A veces solo y casi siempre con su hermano, tan parecidos los dos. Las sonrisas eternas, el flequillo negro metido en los ojos. Secuencias alborotadas de sus veintidós y veintitrés años. Indios, piratas y Picapiedras en funciones de colegio, soplos de tartas con velas cada vez más numerosas. Campamentos de verano, árboles de Navidad. Retazos impresos en papel Kodak, recortes de la memoria de una familia compacta que, como tal, ya había dejado de existir.
Con mi hijo Pablo todavía danzándome en la mente, pulsé de nuevo la tecla del contestador para escuchar el siguiente mensaje.
—Eeeeh... Blanca, soy Alberto. No contestas en el móvil, no sé si estarás en casa. Eeeeh... te llamo porque tengo que... mmm... para decirte que... eeeeh... bueno, mejor te lo cuento después, cuando te localice. Te llamo luego. Adiós, hasta luego, adiós. Me inquietó la voz tan torpe de mi marido. De mi ex-marido, perdón. No tenía idea de lo que quería decirme, pero su tono anticipaba noticias poco gratas. Mi primer impulso fue, como siempre, pensar en que algo podría haber pasado a alguno de mis hijos. Por el mensaje previo sabía que Pablo estaba en orden; rescaté entonces apresuradamente el móvil de mi bolso, lo encendí y llamé a David.
—¿Estás bien? — inquirí impaciente nada más oír su voz.
—Sí, claro, yo estoy bien. Y tú, ¿cómo estás?
Sonaba tenso. Quizá fuera tan sólo una falsa percepción a causa de la distancia. Quizá no.
—Yo, bueno, más o menos…—aclaré. —Lo que pasa es que me ha llamado papá y...—
—Ya lo sé– interrumpió. --A mí también me acaba de llamar. ¿Cómo te lo has tomado?
—¿Cómo me he tomado qué?
—Lo del niño.
—¿Qué niño?
—El que va a tener con Eva.
Sin pensar, sin percibir, sin ver. Con la misma sensibilidad que un mausoleo de mármol o el bordillo de una acera, así permanecí colgada del vacío durante un tiempo cuya extensión no pude medir.
Cuando fui otra vez consciente de la realidad, volví a escuchar la voz de David gritando desde el teléfono caído en mi regazo.
—Sigo aquí— respondí por fin. Y sin darle tiempo a indagar más, concluí la conversación. —Todo está bien, luego te llamo.
Me quedé inmóvil en el sofá, contemplando la nada mientras trataba de digerir la noticia de que mi marido iba a tener un hijo con la mujer por la que me había dejado apenas dos meses atrás. El tercer hijo de Alberto: ese tercer hijo que nunca quiso tener conmigo a pesar de mi
larga insistencia. El hijo que nacería de un vientre que no era el mío y en una casa que no era la nuestra.
Noté que la angustia me ascendía incontenible desde el estómago, anunciando bocanadas de náusea y desolación. Con zancadas presurosas, tambaleándome y chocando contra las paredes y los quicios de las puertas, conseguí a duras penas llegar al cuarto de baño. Me abalancé sobre el inodoro y, de rodillas en el suelo, vomité.
Aún me mantuve así durante un rato infinito, con la frente apoyada contra la frialdad del sanitario mientras intentaba encontrar una mota de coherencia en medio de la confusión. Cuando logré levantarme, me lavé las manos. Lenta, minuciosamente, dejando el agua y la espuma correr entre los dedos. Me cepillé luego los dientes. A conciencia, dando tiempo a que mi cerebro trabajara sin prisa en modo paralelo. Volví finalmente al cuarto de estar. Con la boca y las manos limpias, el estómago vacío, la mente en orden y el corazón seco. Busqué mi móvil, lo encontré caído sobre la alfombra. Localicé un número. No respondió nadie.
Una vez más, dejé mi mensaje en el buzón de voz.
—Soy Blanca otra vez. Cambio de planes. Tengo que irme más lejos, más tiempo, inmediatamente. Averigua lo que puedas sobre la beca de California, por favor.
Nueve días después aterrizaba en el aeropuerto de San Francisco.
FICHA TÉCNICA
Título: Misión Olvido
Autora: María Dueñas
Páginas: 512
Precio: 21,90 €
Fecha venta: 28 de agosto de 2012
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