Cataluña
Malvados
Desde que el parlamento de Cataluña, a instancias de una iniciativa ciudadana –habrá que creerlo–, prohibió por mayoría simple la celebración de corridas de toros en aquella autonomía, estoy intentando crear una corriente de solidaridad con los caracoles, hasta la fecha sin éxito. Se trata de un asunto sentimental y particularmente doloroso. Me considero, desde la infancia, un amante de los caracoles. Tienen cuernos, como los toros, pero no los usan para defenderse. Son criaturas vivas que sienten y se asustan, como los toros, pero carecen de poderío muscular para revolverse contra quienes los secuestran y meten en una bolsa con las peores intenciones. El caracol se refugia en su caparazón cuando percibe que una mano le arranca de su pequeño mundo. Y sufre. No conozco a nadie que haya acudido a un hospital como consecuencia de un ataque de caracol. Además, los caracoles cuentan con la simpatía de los niños. Resulta extraño lo de los animales. Un niño ve una rata y llora. Contempla un caracol y sonríe. Nadie le ha influido en el rechazo y la aceptación. Una babosa, prima hermana de los caracoles, les causa repulsión, y el caracol les anima y alegra.
No entiendo cómo una sociedad tan civilizada, desarrollada y amante de la naturaleza como es la catalana, puede disfrutar con la ingestión de caracoles. Un caracol no embiste con fuerza para ayudar a crear arte, pero es también un ser vivo. A un caracol no le permiten vivir en el prodigio de las dehesas durante cuatro años, bien cuidados y alimentados. Se tienen que buscar la vida ellos solitos, y sin nacen en Cataluña, su vida es muy breve. Los agarran, los matan, los cocinan, los salsean y se los comen. Me atormenta la sensibilidad figurarme que muchos de los parlamentarios autonómicos de Cataluña contrarios a las corridas de toros sean capaces de zamparse una veintena de caracoles y quedarse tan panchos. Se están comiendo con salsa la imaginación de los niños y las canciones de cuna. Siempre hay un caracol que saca los cuernos al sol en la figuración infantil. Si la sociedad defiende al sapo partero, al mochuelo moteado, al buitre leonado y al atún rojo, ¿por qué permite la masacre de caracoles en Cataluña? ¿Vale más la vida de un toro que la de un caracol? Al fin y al cabo, el toro de lidia es un maravilloso animal que el hombre ha creado y perfeccionado desde las ganaderías. El caracol, aunque también existan explotaciones dedicadas a su cría, es un molusco sensible al que no se le concede la oportunidad de encontrar el sitio en sus paisajes. Siempre hay una mano preparada para fastidiar su futuro. Tampoco me gusta cómo tratan a los cerdos en Lérida, pero intento centrarme en los caracoles. No me satisface saber que apenas quedan atunes rojos en el Mediterráneo catalán, pero intento centrarme en los caracoles. Comer caracoles es de ogro de cuento. Y ese asco de salsa. Y esa expresión de gula de los parlamentarios antitaurinos ante la visión de los pobres moluscos ya fallecidos y cocinados. Los ecologistas «sandía» de Cataluña no defienden al caracol. Hagámoslo desde el resto de España al grito de ¡Salvemos a los caracoles! Una belleza viva y un asco gastronómico. ¡Malvados!
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