Europa

Bruselas

La Europa antieuropea por Joaquín Marco

La Razón
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¿No existe vida para España fuera de la Unión Europea? ¿No hay posibilidad de sobrevivir al margen del euro? ¿No hay otro camino que el desguace de lo que se fue construyendo, inspirado por el eje franco-alemán, y que se calificó como «estado del bienestar»? Todas estas preguntas merecen respuesta y respuestas. Hay equipos en la UE que andan ya calculando cuanto costaría salirse del club. Según Joaquín Almunia, miembro del PSOE, aunque ahora comisario de la Competencia de la UE, desde hace años ciudadano de la excelsa burocracia de Bruselas, expandida por otros países clave de la Comunidad, «fuera del euro haría mucho frío» y la posibilidad de dar marcha atrás resulta inviable. Pero en el seno de la Unión, otras voces se convierten casi en coro. Las recientes elecciones en Francia y el crecimiento de la extrema derecha permiten advertir el desafecto hacia un proyecto que no ha logrado descubrir otra solución a la globalización económica y a la actual crisis, que azota preferentemente al sur de Europa, que una larga marcha hacia el estado del malestar. Francia u Holanda han sido las últimas muestras de algo que se gestó ya cuando Gran Bretaña decidió no entrar en el euro y mostrarse frívolamente euroescéptica, Suiza votó por alejarse de cualquier forma de Unión y nos olvidamos del interés de Turquía por formar parte de tan restringido y selecto club. Grecia, Irlanda y Portugal conocen ya, intervenidos, lo que cuesta sobrevivir en tiempos de desdicha. España e Italia se encuentran al filo del abismo y Gran Bretaña ha inaugurado, pese a su ortodoxia, también la recesión.

Hemos conocido las ventajas de formar parte de otra Europa, próspera, cabe advertir que esta desgarradora crisis que nos ha sobrevenido no se inició en el Viejo Continente. Tal vez, no se nos advirtió sobre lo que suponía quedar a la intemperie cuando la economía global se da la vuelta y hasta EEUU, que tan sólo ha iniciado la senda de la recuperación, se esfuerza en recurrir a otro modelo que ha de permitirle, se supone, abandonar estas tierras yermas. Quedan los asiáticos, algunos países latinoamericanos o Australia como islotes que se salvan de la debacle. Pero, un creciente desafecto ciudadano por una Europa alejada de los centros de desarrollo, nos lleva a reflexionar. Hasta el presente, el eje franco-alemán ha sido germen y sostén de cuanto se ha logrado (y para nosotros fue mucho). Bien es verdad que no todos los países de la Unión viven tan dramáticamente como España esta recesión ya confirmada (nunca agradeceremos lo bastante a quienes nos lanzaron a la especulación del ladrillo), pero las dudas sobre las posibilidades de crecimiento, a base de recortes en las zonas más sensibles de la sociedad, se expanden por una ciudadanía que contempla la evolución de lo que antes se vendió como fenómeno alejado del crac del 29. Pese a las diferencias históricas, coincidimos en algo más que el desconcierto: sudor y lágrimas. Desde la perspectiva política, alarma el crecimiento del extremismo populista a derecha e izquierda. La democracia puede entenderse como un linimento, pero no como remedio. Repasemos los años treinta del pasado siglo y advertiremos hasta dónde llegó la exquisita civilización de algunos países. Ya hay quien empieza a creer que la idea de Europa constituye un estorbo para los intereses nacionales. Hay demasiadas banderas e himnos que convocan pasiones y nos alejan de la razón, demasiados sentimientos y escasas ideas. Porque no es una buena solución dejar campar a sus anchas a los economistas. La política perdió sus papeles y la tecnocracia deja de ser humana para convertirse en una maquinaria implacable que devora cuanto halla a su paso: indefensos ciudadanos.

El temor a «los otros» es característico en tales situaciones. Hitler encontró su razón de ser en el peligro judío y eslavo. Europa llegó a convertirse en un modelo de crueldad y deshumanización, un tobogán que nos hizo descender hacia el infierno en la tierra. Ahora se desdibujan las líneas rojas o zonas de peligro. El «otro» puede ser un emigrante o un país entero, como Argentina, que arbitrariamente ha actuado contra intereses –no todos españoles–, pero que ha alzado un siempre peligroso nacionalismo. Conviene no caer en su misma trampa, como se está procurando, pese a unas primeras horas desmedidas. La austeridad –que nunca debió perderse– debe constituir el pilar sobre el que se asienten reformas o recortes, pero no sólo entre los asalariados. Hay zonas de la sociedad que se enriquecen a costa de la crisis. ¿No deberían compensarse sus dificultades con la persecución de los desmanes de quienes se aprovechan de ella? Los capitales que huyeron difícilmente volverán (no son golondrinas), pese a la seudoamnistía, a menos que adviertan aquí, además de seguridad, la posibilidad de conseguir nuevos beneficios. Y, ¿cómo reindustrializar o reorientar la capacidad productiva de este país sin I+D+i? Tras el parón en casi todos los órdenes no será fácil reemprender el camino por la senda del crecimiento y la competitividad. No estamos solos, pero debe preocupar a cualquier club la desafección de sus socios. De ella se nutre la decadencia. Conviene no confundir «más Europa» con los andares del cangrejo.

 

Joaquín Marco
Escritor