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París

El tango quebrado

La Razón
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¡Qué lejos quedan los tiempos en los que lo verde empezaba en los Pirineos, cuando españoles hechos y derechos acudían a Biarritz o Perpiñán a ver películas prohibidas aquí por la censura, o lo que es lo mismo, a contemplar culos y tetas! Luego resultaba que entraban con todas las infantiles ilusiones del mundo a ver una obra como «El último tango en París», imaginándosela el colmo de la sicalipsis, y salían indignados cuando comprobaban que lo que se esperaban como un festín pornográfico era una triste –y con perdón, tras los años, aburridísima– historia sobre la soledad del ser humano en la crisis de los 40 tratando de refugiar su desesperación en el sexo anónimo. Daba igual, el asunto al final servía para volver a casa y presumir con las amistades contando la escena de la mantequilla, un desayuno con sodomía de casi ridícula intensidad dramática.

La película sirvió para lanzar a una efímera fama como mito erótico (en realidad nunca lo fue) a Maria Schneider, una muchacha despeluchada de aire rebelde, tirando a feucha, con una belleza asilvestrada e insolente de juventud tempranamente asqueada. Su carrera no prosperó posteriormente, anclada en un solo personaje, y siempre acusó a Bertolucci de haberla destrozado y prácticamente violado. Es cierto que durante tiempo se habló de que el sexo en determinadas secuencias no había sido simulado (sin mostrarlo explícitamente) y eso era lo que había pretendido el director, pero la cosa no pudo ser al parecer por algunos problemillas fisiológicos de Marlon Brando en cascada madurez.

El caso es que la Schneider vivió el resto de su vida como sombra de sí misma, esclava de una sola película. Entregada a la depresión y los narcóticos. Cuando yo dirigía la Mostra de Valencia la invité. Ajada, tímida y antipática. No quiso hablar con la prensa ni presentar la película. Le pesaban los años de decadencia desde edad temprana y se anunciaba ya su deterioro final. Como una flor pisoteada en la pista de baile. Tal vez nunca supo entender el dolor del sexo ni los quiebros del tango.