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Schopenhauer para novatos

El día 21 se cumplen 150 años de su muerte. No conoció el éxito en vida, pero sigue presente en las obras de numerosos filósofos. Gracias a «Matrix» entendemos mejor su tremendo pesimismo

Schopenhauer para novatos
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Discúlpenme si por un momento les invito a ponerse metafísicos. Imagínense que se suspenden en un ánimo contemplativo, dejan de hacer lo que están haciendo –esa rueda de actividad infernal de la que nos hablará nuestro protagonista– y se plantean la hipótesis de que la vida de sus esperanzas y desvelos no es más que un sueño. ¿Recuerdan la película «Matrix», cuando Neo se veía obligado por Morfeo a elegir entre la píldora de la realidad y la del sueño feliz? ¿Qué escogerían ustedes? Arthur Schopenhauer (1788-1860) siempre lo tuvo más claro: la vida no vale la pena salvo, quizá, por el empeño intelectual de llevar a cabo un despiadado conocimiento de sus ilusiones. El alivio cierto de la muerte le llegó el 21 de septiembre de 1860 en su casa de Frankfurt tras una intensa vida dedicada a la reflexión filosófica al margen de la academia.

Dinamitar la razón
Aunque Schopenhauer escribió mucho, su obra principal: «El mundo como voluntad y representación» (1818), brinda la auténtica síntesis –metafísica, ética y estética– de todo su pensamiento. Sin duda, el carácter anómalo de esta obra dentro de la historia de la filosofía se explica por la heterogeneidad de sus influencias: la síntesis de doctrinas budistas e hinduistas, Platón y la doctrina kantiana. Influido por la filosofía hindú, que por entonces se había hecho accesible al lector occidental, Schopenhauer recoge la canónica distinción kantiana entre fenómeno y noúmeno desde un sesgo original. Mientras que el mundo de la representación es identificado como un velo de Maya –volvamos a «Matrix»–, la voluntad de vivir –el fondo último– es una dimensión perpetuamente absurda e irracional.

La ilusión de la historia

Ahora bien, la «voluntad» de Schopenhauer es un principio metafísico infinito, pero también amoral. Su falta de determinación o de finalidad última es además índice de su libertad absoluta. No hay tampoco progreso en la historia, pues ésta es incapaz de «enseñar» propiamente nada importante al hombre. El cambio histórico es una mera ilusión superficial que nos hurta el conocimiento de lo eterno. «Ni las máquinas de vapor, ni los telégrafos pueden hacer jamás del mundo ‘‘algo esencialmente mejor"», afirmaba.

Querer más al perro

La respuesta de Schopenhauer consiste en negar el valor de la existencia de modo categórico: la vida es dolor, caducidad y miseria; la existencia, un completo sinsentido. La única salvación que el hombre puede esperar es la de su reposo en la nada para siempre. No en vano, afirmó que cuanto más conocía a los hombres más quería a su perro. Una anécdota revela su profunda misantropía. Se cuenta que el filósofo, rentista a lo largo de su vida, recibió en su apartamento a soldados leales al gobierno para que éstos pudieran disparar mejor contra la chusma durante la revolución liberal de 1848 en Frankfurt.

No cabe duda de que para Schopenhauer el hombre era un lobo para el hombre. Su ética, claramente influida en este punto por el budismo, gira por consiguiente en torno al problema fundamental –básico en las religiones– de cómo contrarrestar con posibilidades de éxito el todopoderoso y ubicuo egoísmo. «El móvil principal y fundamental en el hombre, lo mismo que en el animal –dejó escrito–, es el egoísmo, es decir, el impulso a la existencia y el bienestar». Muy glosada (Cernuda, por ejemplo) es su famosa –y maliciosa– comparación del hombre con un puercoespín: un animal miserable deseoso de acercarse a otros para calentarse y buscar refugio en la intemperie, pero que corre el riesgo de pincharse con las espinas de los otros congéneres.

Conforme a su intuición básica de que «toda vida es sufrimiento», Schopenhauer afirma la anterioridad ontológica del dolor respecto al placer; éste, a la postre, no es sino la ausencia momentánea de sufrimiento. De ahí también la fuerte carga ascética de esta reflexión: su búsqueda filosófica de un anonadamiento capaz de anular por completo todos los deseos egoístas del hombre, preso en los límites de su propia e ilusoria individuación. Prescindiendo de la muerte, sólo hay dos modos de escapar del círculo vicioso de esta voluntad incesantemente instigada a desear: la compasión y el arte.

De Wagner a Houellebecq

La obra de Schopenhauer ha ejercido influencia no sólo en filósofos y pensadores importantes (Nietzsche, Wittgenstein), sino en numerosos literatos y artistas. Caso especial merece Richard Wagner, quien reconoció en parte de su obra («El anillo») su enorme deuda con la cosmovisión pesimista del filósofo y su consideración de la música como arte metafísico por antonomasia. Freud, por su parte, no pudo por menos de reconocer en la crítica del autor alemán a los engañosos motivos conscientes del yo un destacado precedente del psicoanálisis y de la teoría del inconsciente que luego plasmó. En el mundo literario tampoco pasó desapercibido a escritores que van desde Borges, que aprendió alemán sólo para leer al filósofo, o Thomas Mann y muchos otros: Cioran, Proust, Bergson y, entre los vivos, Michel Houellebecq.



Mal karma: Su obra tuvo poco eco editorial y académico
Schopenhauer conocía la filosofía oriental e incorporó muchos de sus conceptos al pensamiento occidental, por lo que no se enfadaría si se aplica con él una de las doctrinas con más predicamento en Asia: el karma, una energía universal que convierte nuestros actos en sufrimiento para las próximas reencarnaciones. Schopenhauer tenía un carácter hosco que rozaba con la sociopatía. Mantuvo una mala relación con su familia y coetáneos del mundo académico y una confrontación con Hegel, al que intentó desbancar como el filósofo oficial de Alemania. Su examen para acceder a la docencia de la Universidad de Berlín estuvo marcado por el enfrentamiento con el propio Hegel, que formaba parte del tribunal que decidía su acceso. Aprobó, pero no cejó en su empeño: hizo coincidir sus clases con las del autor de la Dialéctica, con el fracaso como recompensa. Su labor docente apenas duró seis meses. Tampoco le fue mejor a su obra. «El mundo como voluntad y representación», que apareció en 1919, pasó desapercibida. La editorial, Brockhaus, apenas vendió 600 ejemplares en nueve años.