Aquello que no se ve

Hay algo inquietante, oscuro y espeso que flota en la atmósfera de la notable «Iceberg». Algo que se refleja en los ojos de un adolescente cuando pesca en el río con las manos desnudas, brutrales, y luego destroza las agallas de los peces, en los de otro cuando dispara a las gallinas mientras barrunta hacerlo contra un perro para sacarle del vientre el anillo de un muerto. Y contra un chico. Hay, también, miedo en los ojos de una niña que teme estar embarazada y juega con la idea del suicidio vestida de ángel. Apenas sin palabras, la película de Gabriel Velázquez nos arrastra a un mundo extraño sin adultos, a un mundo que parece un cuento silente o de pesadilla donde ser demasiado joven duele y araña la piel como las ramas de los árboles. Excelentemente fotografiada, existen encuadres, fríos, desnudos (incluso evocan a Jaime Rosales), de nota alta y movimientos de cámara fatalistas.

Sin embargo, y es una auténtica pena, la historia, de pronto, acaba, y da la impresión de que el cineasta ha temido llegar hasta las últimas consecuencias su hipnótica y arriesgada opción; los presagios no se cumplen, perdemos a los personajes de vista y percibimos que, en el fondo, el guión fue corto, y no se cerró. Lástima, porque en la lente de Velázquez duerme todavía una gran película poblada de jóvenes perdidos, asustados, solos, y fantasmas. Pero llegará. Todo en esta vida termina llegando.