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Un homenaje póstumo a Jorge Semprún nos recuerda estos días que al que fue ministro de la Monarquía le habría gustado ser enterrado envuelto en la bandera republicana. En algún momento de su vida, los Grandes Hombres empiezan a preocuparse de lo que la Historia dirá de ellos. La patología afecta a todos, incluso a quienes, como el todavía inquilino de La Moncloa, han hecho profesión de descreídos. A Rodríguez Zapatero le ha llegado el momento de figurarse que de alguna manera, al través de la rendija escarbada por un lagarto entre las lápidas de algún cementerio de León, contemplará a los chicos de la ESO recitando al unísono que durante sus años de gobierno los españoles logramos grandes avances en los derechos sociales e incluso estuvimos a punto de volver a ser republicanos. Con un poco de suerte, nadie se acordará ya de los cinco millones de parados o de la angustia de los jóvenes sin futuro. Quedará el anhelo de una sociedad ideal, un sueño que sus infinitos y pastueños ojos azules vieron reflejados un día en el cielo sin nubes de la nación discutida y discutible. Quedará el arte, en resumidas cuentas, o algo más radical y postmoderno, la aspiración al arte, el puro deseo de una sociedad justa y tricolor. Ni que decir tiene que, como escribió Homero, los molinos de los dioses son lentos en moler. La Historia, en otras palabras, se tomará su tiempo. En cuanto al legado, quienes hemos vivido estos años no tenemos que esperar para juzgarlo. El pasado ya está escrito y sólo esperamos que los que vengan ahora piensen en ella con menos arrogancia.