Barcelona
Alejamiento peligroso
De la encuesta que hoy publica LA RAZÓN en torno a los efectos que ha tenido en la opinión pública el fallo del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto catalán se desprende un preocupante divorcio de percepción entre los catalanes y el resto de los españoles. Es comprensible, y a nadie debería extreñar, que existan diferencias de sensibilidad y que la emotividad se exprese a veces de manera opuesta. Pero lo que se deja traslucir a propósito del Estatuto va más allá y ningún político o gobernante responsable debería archivarlo a beneficio de inventario y, menos aún, aprovecharlo para sacar tajada partidista. La encuesta tiene especial interés cuando plantea una pregunta clave: ¿a quién perjudica más la sentencia, a Zapatero o a Rajoy? Las respuestas son muy nítidas: la mayoría de los españoles estima que el más perjudicado es el presidente del Gobierno, que se erigió en el gran impulsor del Estatuto, mientras que en Cataluña se considera que el peor parado es el líder del PP, aunque el TC le haya dado en parte la razón y, sobre todo, haya avalado su decisión de recurrir. Más allá de la valoración ad hóminem, lo que subyace a estas respuestas es que el Estatuto catalán se ha vendido como un pulso entre el PP y el PSOE, en vez de lo que fue: una respuesta que los socialistas ofrecieron a las demandas nacionalistas para garantizarse el poder tanto en Madrid como en Barcelona. Las alianzas tejidas en torno a la reforma son las mismas que han permitido a Zapatero estos seis años de gobierno y a Montilla, los últimos cuatro. En vez de abordarse con el espíritu de consenso que configuró el mapa autonómico hace treinta años, con el apoyo de los dos grandes partidos nacionales, el nuevo Estatuto se planteó como un trágala al centro derecha, sobrepasando las costuras del traje constitucional. Esta polarización premeditada y alimentada por intereses partidistas ha hecho mella en la sociedad catalana, hasta el punto de que hoy, cuatro años después de abierto el proceso, el distanciamiento con el resto es mucho más acusado, más agrio y más visceral. Así lo atestigua, por ejemplo, el hecho de que la gran mayoría de los españoles encuestados esté conforme con el actual desarrolo autonómico, mientras que una mayoría catalana reclame más soberanía. Todo ello nos lleva a redoblar el llamamiento a la prudencia y a la responsabilidad que venimos haciendo desde que se publicó el fallo del Tribunal Constitucional. Salvo los que se aferran dogmáticamente a sus errores, como el PSOE, todas las demás fuerzas políticas coinciden en que esta reforma estatutaria ha sido una experiencia nefasta para la convivencia, negativa para la salud del Estado y desestabilizadora para Cataluña. En contra de lo que prometió Zapatero, que acusaba a Aznar de envenenar la convivencia con los nacionalismos, hoy existe más crispación, más suspicacias y más incomprensión mutua que entonces. Pero llegado a este punto, se debe exigir a los socialistas, como gobernantes en ambas orillas, que actúen con sentido de Estado, no azuzen más a una sociedad catalana necesitada de otras políticas para salir de la crisis, y retomen el camino del consenso constitucional con el PP, que nunca debieron abandonar por cordones sanitarios y pactos de exclusión.
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