Historia

Tarragona

Apretarse el cinturón

Las carencias irán creciendo, pero la depauperación será progresiva, aunque indolora 

La Razón
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En los malos tiempos que corren es preferible usar tirantes en lugar de cinturón, porque dirigentes propios y ajenos no hacen otra cosa que pedirnos que vayamos estrechándolo. No es que pretendan que podamos lucir cintura, es que apenas si queda ya rastro de ella. No hay forma de eludir la economía y a los economistas que alardean de saber lo que ha sucedido, opinan sobre lo que ocurre y no se atreven a vaticinar un futuro, salvo cuando previenen de todos los demonios han de conducirnos incluso al corralito. Hay quien ya vive en él. De hecho, disponemos de un cercado, atendido por cuidadores que se ocupan de que corra el dinero hacia aquellos pozos sin fondo paradisíacos. Hay muchos euros, en billetes de quinientos, que contemplan danzas exóticas en lugares recónditos, felices ellos. Pero tras obviar a los EE.UU., ya con su propio chapapote, Alemania se propone superarnos, según la modulada voz de su cancillera de ojos azules, en cuanto a delgadez de cintura. Tal vez nuestros funcionarios sean menos disciplinados que los alemanes, pero supieron, por lo menos, dar contenidas señas de identidad –o casi– cuando les rebajaron sueldos. Este Gobierno socialista nos ha de convertir a todos en sílfides y los europeos acabaremos en modelos de pasarela, por una salud lograda gracias a la escasa alimentación. La situación me ha llevado a recordar un cuento que relataba mi abuela y que debía de ser popular y originario del interior de la provincia de Tarragona. Decía ella que un payés (los cuentos orales son rurales) tenía un burro (de raza autóctona, claro) que comía en exceso. Su dueño decidió ir restringiéndole el pienso poco a poco. Cada día comía un poco menos, hasta que probó no darle nada y sobrevivió un tiempo, con gran satisfacción de su propietario, pero se le murió. Como aquel burro acabaremos, si seguimos estrechándonos tanto el cinturón ya sin cintura. La Europa del bienestar de ayer –casi de hoy– adelgaza a ojos vista. Deben desaparecer servicios sanitarios, judiciales, funcionarios: todo lo público resulta pecado grave. Hemos de bajar pensiones y salarios. Los orondos políticos que nos recomiendan lo del cinturón no parecen sufrir muchas calamidades, pero advierten que lo que nos viene encima puede ser una catástrofe que ellos lógicamente, elegidos democráticamente, desean administrar. Las carencias irán creciendo, pero la depauperación será progresiva, aunque indolora. Alemania está dispuesta a sacrificarse, si los demás países de la Unión multiplican un malestar que ha de afectar a cuantos disponen todavía de trabajo. Las instituciones bancarias practican hasta el terrorismo verbal con los pensionistas. Pero convendría radicalizarnos y proponer ya una sociedad en la que la mayoría trabajara por el sustento de un menú de ocho euros (sólo al mediodía) y se eliminaran sanidad y educación universales. La media de supervivencia debería retornar poco más o menos a los cuarenta años, aunque dispusiéramos de cincuenta cadenas televisivas gratuitas. La idea de una vuelta atrás en el proceso social está calando ya hondo. ¿Para qué automóviles, carreteras y autopistas, trenes de alta velocidad, aeropuertos y aviones? Se nos recomienda que pasemos las vacaciones lo más cerca posible de nuestro domicilio. El tabaco o la buena mesa resultan peligrosos. Tampoco sería malo volver a trabajar, como antaño, todos los sábados y hasta algún domingo, si fuera necesario. Lo importante ha de ser, pues, vender a precios baratos lo que podamos producir, que ha de resultar rentable para los pocos que no han de estrecharse el cinturón y que advertiremos por la amplitud de su cintura. Con harta sinceridad se nos ofrece un futuro lleno de dificultades y de sacrificios y sin la esperanza del Paraíso. En esto nos ganan de largo los musulmanes con sus huríes. Los dirigentes políticos son muy sinceros. Lo vamos a pasar fatal y este proyecto (que se ha votado democráticamente) va a durar largo tiempo, porque, se repiten todos, con escasa originalidad, se ha vivido por encima de las posibilidades. Tal vez algunos lo hayan hecho, pero muchos inocentes nunca conseguimos superar el ir tirando habitual. Pero de algo o de mucho debemos ser culpables, porque es nuestro cinturón el que debe estrecharse. Quienes gobiernan, aleccionados por economistas que no brillan por su optimismo o por su imaginación, no creen que exista otra alternativa, en este mundo que nos construimos a medida, que mantenernos en la senda de aquel eslogan de W. Churchill que hizo fortuna en los albores de la II Guerra Mundial: «Sangre, sudor y lágrimas», aunque sepamos ahora que tampoco fue exactamente lo que dijo aquel sabio conservador que alcanzó el Premio Nobel de Literatura, pero no importa. Puesto que no estamos todavía en guerra, salvo en Afganistán –¿se sabe ya por qué andamos por aquellos desiertos o en otras zonas conflictivas?– podemos prescindir de la sangre. Nos restan el sudor y las lágrimas. Éstos deberían ser los elementos que definieran nuestro –Heidegger manda– estar en el mundo. En la civilización cristiana en la que habitamos (seamos o no creyentes), nada se dice de que este mundo deba ser un valle de lágrimas y el trabajo, entendido como castigo, nuestro único objetivo: vivir como eremitas. Nada debería obligarnos a retroceder y llegar a considerar que cualquier tiempo pasado fue mejor.