Historia

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La caída de Alfonso XIII

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A comienzos de 1931, y tras los sucesos revolucionarios de Jaca y Cuatro Vientos, la falta de popularidad del régimen monárquico en España era ya evidente, y el primero en captarla fue, precisamente, el rey, que percibió la frialdad del estamento militar como una sombría premonición.

Hasta el presidente del Consejo Supremo de Marina y Guerra, general Ricardo Burguete, que acababa de juzgar a los acusados por la sublevación de Jaca, comunicó a la Prensa que, en voto particular, se había pronunciado por la absolución de los golpistas antimonárquicos. Éste era el panorama.

Y así llegaron las elecciones del 12 de abril, que sorprendieron a todos, pues nadie había pensado que el triunfo de las candidaturas republicanas en las principales capitales de provincia iba a ser tan contundente. Aun así, los resultados no dejaban lugar a dudas: 22.150 concejales monárquicos frente a 5.775 republicanos.

Desde el mismo día de las elecciones, los políticos monárquicos parecían tener prisa en liquidar el régimen, con la excepción de De la Cierva, Bugallal y el general Cavalcanti, que se mantuvieron al lado del rey. Otros muchos se pusieron de perfil, cuando no de parte de los que reclamaban a gritos la llegada de la República.

En el Palacio Real los «entreguistas», con Romanones a la cabeza, hacían gala de su pesimismo: «…Nada, señores. El resultado de las elecciones no puede ser más deplorable para nosotros, los monárquicos», decía el entonces ministro de Estado ante los reporteros. Después, pactaría con Alcalá Zamora la entrega de la Monarquía y la salida de España del monarca «…para salvar la vida del rey y de la familia real…».

El general Cavalcanti estuvo en un tris de ponerse al frente de las tropas… que pudiera reunir, mientras el presidente del gobierno, almirante Aznar –marino distinguido, político mediocre y hombre de escasas energías, como señaló Cortés Cavanillas– y el ministro de la Guerra, general Berenguer, confiaban los destinos de España «al curso lógico de los acontecimientos que imponga la suprema voluntad nacional».

¿Y Sanjurjo? El más prestigioso de los generales en activo. Pues el general Sanjurjo se hizo cargo del orden público en nombre del Ejército, para garantizar así la pacífica transmisión de poderes. El mismo día 14 el conde de Xauen se entrevistaba en casa de Maura con los miembros del Gobierno provisional, recibiendo de éstos el mando de las Fuerzas Armadas. Al salir de la vivienda, los allí reunidos dieron la batalla por ganada. La transmisión de poderes se acordó para las seis de la tarde del 14 de abril. A las siete y cuarto el Gobierno provisional se trasladaba urgentemente al ministerio de la Gobernación, sito en la Puerta del Sol de Madrid para proclamar la República.

Y el rey… ¿qué pensaba el rey?
Nunca sabremos lo que, de verdad, pasó por la cabeza de Alfonso XIII en esos momentos. Es por ello que habrá que tener en cuenta el manifiesto al pueblo español que sus consejeros redactaron y que él hizo suyo al aceptar lo que allí se decía.

Señalaba Juan de la Cierva en su libro «Notas de mi vida»: «El rey sacó del bolsillo un sobre y de él, un pliego que nos leyó. Era el desdichado manifiesto que le había redactado el duque de Maura, en el que hablaba de faltas sin intención».

Este manifiesto fue la prueba más patente del entreguismo que en esa época se respiraba en palacio. La resignación del monarca fue el acta de nacimiento de la República. Es el más valioso documento que certifica el origen de la II República española.

«Las elecciones celebradas el domingo me revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo…».

«Mi conciencia me dice que este desvío no será definitivo, porque procuré siempre servir a España…».

«Un rey puede equivocarse y, sin duda, erré yo alguna vez; pero sé bien que nuestra patria se mostró en todo momento generosa ante las culpas sin malicia».

«Hallaría medios sobrados para mantener mi regia prerrogativa, en eficaz forcejeo con quienes la combaten, pero resueltamente quiero apartarme de cuanto sea lanzar a unos compatriotas con otros en fratricida guerra civil».

«No renuncio a ninguno de mis derechos, porque más que míos, son depósito acumulado por la historia…».

Finalizaba el documento, resignando Alfonso XIII el ejercicio del poder real y asegurando que se marchaba al exilio para dejar que el pueblo español hablara.

El rey, deprimido y aburrido del lodazal político en el que se movía España, no opuso resistencia, tragó el anzuelo que le puso Maura y abandonó su patria.

Antes de embarcar en el crucero «Príncipe Alfonso» –buque de la armada que le llevaría al exilio–, amarrado al muelle de la Curra, en el arsenal de Cartagena, preguntó a alguno de sus acompañantes si se había declarado el estado de guerra. Era su última esperanza.

El Gobierno del almirante Aznar dejó claro que no tenía ningún interés en defender el trono. Fue el último resplandor de una antorcha cuya llama se extinguía en manos de incompetentes consejeros contra los que resultaron infructuosos los esfuerzos de unos pocos hombres de honor. La monarquía era ya el pasado.